La Vanguardia

Inmigració­n y populismo

- Carles Casajuana

Mientras aquí andamos con nuestras amnistías y nuestras cosas, dicen que la cuestión migratoria será –si antes no ocurre nada grave– el tema central de las elecciones europeas de junio, y no es una buena noticia. Es un tema que genera grandes tensiones, que impone dilemas complejos y que se presta a unas tergiversa­ciones explosivas. Los políticos populistas pueden ponerse las botas.

En Europa, hoy, la natalidad es muy baja y la población está envejecien­do. Si no viene gente de fuera, dispuesta a trabajar en el campo, a limpiar casas, a cuidar a las personas mayores y a realizar trabajos para los que cuesta mucho encontrar trabajador­es autóctonos, la financiaci­ón de las pensiones y el mantenimie­nto del Estado de bienestar serán inviables, porque cada día hay más jubilados y menos personas en edad de trabajar.

Además, como el nivel de vida europeo es muy superior al de la mayoría de los países de África, de Asia y de América Latina, atraemos a inmigrante­s. Si nosotros los necesitamo­s y ellos ven la posibilida­d de encontrar en Europa la vida digna que no encuentran en casa, es comprensib­le que se líen la manta a la cabeza, lo dejen todo y traten de plantarse aquí.

Pero esto no quiere decir que podamos abrir las puertas de par en par y acoger a todo el mundo, porque nuestro sistema de bienestar no lo aguantaría. Tampoco podemos evitar todas las muertes en el Mediterrán­eo. Es imposible. Debemos intentar que la inmigració­n llegue de forma ordenada, sin desbordar nuestra capacidad de acogida, procurando que la integració­n de los recién llegados genere las mínimas tensiones posibles y, a la vez, sin que los inmigrante­s tengan que jugarse la vida ni alimentar la codicia de las redes de tráfico de personas.

Todo esto nos obliga a hacer unos equilibrio­s que no siempre son fáciles de acordar ni de explicar, y hay políticos que lo aprovechan para echar leña al fuego de la forma más irresponsa­ble. Ya se sabe, donde hay problemas complejos proliferan los que buscan el lucimiento proponiend­o soluciones simples, fáciles y equivocada­s.

Las elecciones europeas de junio ofrecen una oportunida­d única para los políticos aficionado­s al pensamient­o mágico. Dirán que hay demasiados inmigrante­s, que hay que cerrar la puerta y echar a los que no quieran adaptarse a nuestra cultura (es decir, a los que no quieran renunciar a la suya), privarles de los derechos que nosotros tenemos. Harán propuestas extravagan­tes, como prohibir el Corán o poner un impuesto especial por el uso del velo (no exagero, son ideas defendidas por la extrema derecha neerlandes­a). Prometerán mano dura y un futuro libre de forasteros que no tengan nuestro color de piel.

Lógicament­e, estos políticos se olvidarán de decir que cerrar las fronteras a cal y canto es imposible y que si, pese a todo, lo consiguiér­amos, no tendríamos quien cuidara de nuestros mayores, hiciera las tareas más humildes y financiara la Seguridad Social y las pensiones. Pero como probableme­nte no gobernarán, no tendrán que rendir cuentas por la inviabilid­ad de sus propuestas. Y si por azar gobiernan, ya se las arreglarán para recoger carrete, como Georgia Meloni.

En Europa, hay mucha gente con motivos para sentirse insatisfec­ha: trabajador­es desplazado­s por las nuevas tecnología­s o por la deslocaliz­ación de sus empresas, jóvenes con másters e idiomas que se ven obligados a aceptar trabajos muy por debajo de sus capacidade­s, cincuenton­es que pierden su trabajo y no encuentran otro, mujeres que dejan de trabajar para criar a sus hijos y que luego no pueden volver al mercado laboral. Hay mucha gente que vive con salarios ínfimos y precarios y que tiene que hacer grandes sacrificio­s para llegar a fin de mes, porque los alquileres son caros y los precios cada día más altos.

Estas personas son presa fácil de los cantos de sirena de los demagogos. Explicar bien todo lo que los inmigrante­s nos aportan y defender una política equilibrad­a, un cóctel de medidas que combine las vías legales para acceder a Europa con controles efectivos en las fronteras y con una cooperació­n económica generosa con los países de origen, para evitar que la gente tenga que huir de ellos, es muy difícil. Acusar a los inmigrante­s de quitar los puestos de trabajo a los trabajador­es autóctonos y prometer fronteras cerradas y soluciones milagrosas es muy fácil.

El 18% de las personas que viven en Alemania ha nacido en el extranjero. En Francia, son el 12%. En Suecia, el 19%. En Dinamarca, el 12%. En Bélgica, el 17%. En Austria, el 19%. En todos estos países, la integració­n de los inmigrante­s es complicada, porque la mayoría hablan lenguas y practican religiones muy distintas a las locales y resultan fácilmente distinguib­les por los rasgos faciales o por el color de piel.

En España, tenemos suerte porque los inmigrante­s –que también son muy numerosos– se integran más fácilmente. Muchos son de América Latina; comparten la lengua castellana y, la practiquen o no, la religión católica. Otros provienen de países de la Unión Europea, como Rumanía, y también se adaptan con facilidad. Entre los procedente­s de países islámicos, hay muchos marroquíes, que encajan mejor aquí, por razones geográfica­s y culturales, que en los países del norte de Europa.

Además, aquí tenemos otros quebradero­s de cabeza, de modo que el tema central de las elecciones no será la inmigració­n. Pero en el resto de Europa es probable que sí. Veremos si los políticos más responsabl­es logran frenar al populismo, al que las encuestas pronostica­n un porcentaje de votos nunca visto. Una socialdemo­cracia a la defensiva, que centra sus aspiracion­es en proteger lo que ya tenemos, y un conservadu­rismo acomplejad­o ante el empuje de una extrema derecha que gana terreno día a día dejan demasiado campo libre a los demagogos. Toquemos madera. ●

Donde hay problemas complejos proliferan los que buscan lucirse con soluciones simples, fáciles y equivocada­s

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Justin Hamel / Reuters
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