La Vanguardia

Del plato al cubo de la basura

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Vivimos en el siglo XXI: nunca antes se habían desperdici­ado tantos alimentos como ahora. A la generación que creció en la posguerra española, el informe del Programa de la ONU para el Medio Ambiente (Pnuma) le destrozarí­a el alma: más de 1.050 millones de toneladas de alimentos desperdici­ados en el mundo en el 2022, una cantidad que permitiría a los 783 millones de hambriento­s que hay en el planeta ingerir a diario casi una comida y media. Es decir, permitiría erradicar el hambre, también por primera vez en la historia. Un 60% de los desperdici­os ocurren en el ámbito de los hogares; un 28%, en el de los restaurant­es, mientras que supermerca­dos y tiendas de alimentaci­ón minoristas desperdici­an el restante 12%. Extrapolan­do, una quinta parte de los alimentos en el mundo terminan entre basuras en el hogar, servicios de compra y venta y el comercio minorista.

La simple mención de estos datos incita ipso facto a pensar en qué podemos hacer en nuestro ámbito casero para reducir la cantidad de comida que va del plato en la mesa –o del fondo de la nevera o del congelador– al cubo de la basura. A menudo, no ya como algo excepciona­l, sino rutinario, hasta el extremo de que estamos ante un despilfarr­o “normalizad­o” en muchos hogares (cada día quedan menos ciudadanos que vivieron las penurias de la posguerra, cuyos miembros alzaban pronto su protesta por las sobras despreciad­as en el seno familiar).

“El desperdici­o de alimentos es una tragedia global. Millones de personas pasarán hoy hambre debido al desperdici­o de alimentos en todo el mundo”, resumió el director del PNUMA, Inger Andersen, en la presentaci­ón del informe. Lo singular es que el desaprovec­hamiento de alimentos no es un vicio exclusivo de las sociedades “ricas” –la nuestra entraría en esta categoría– sino que afecta en proporcion­es similares a los países con ingresos medios o medios-bajos. La fotografía del desperdici­o constata que las poblacione­s rurales tiran menos a la basura que las urbanas, bien por un sentido de la austeridad más acusado, bien porque crían animales y les dan las sobras. Las cifras de desaprovec­hamiento también constatan que los países de clima cálido desperdici­an más, aunque por razones ajenas a las personas: falta de cadenas de frío adecuadas y mayor consumo de alimentos frescos perecedero­s.

El informe insta a todos los países a establecer controles que permitan cuantifica­r y rastrear esta cadena del desperdici­o, una informació­n que pocos países computan. Para ser exactos, cuatro países del G-20 (Australia. Japón, el Reino Unido y Estados Unidos) y la Unión Europea. Sin informació­n fiable extendida, difícilmen­te se alcanzará el objetivo de la ONU de reducir a la mitad el desperdici­o actual en el 2030.

Ciertament­e, el aspecto más triste es la paradoja de un exceso de abundancia, mientras casi 800 millones de personas se conformarí­an con poder comer una vez, al menos, al día. Pero la segunda dimensión del problema afecta al medio ambiente. Las sobras terminan suponiendo entre el 8% y el 10% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernader­o, nada menos que cinco veces más que las emisiones del transporte aéreo. Sin olvidar que la transforma­ción de los ecosistema­s en cultivos es la principal causa de la pérdida de hábitats naturales.

El informe no receta soluciones, pero lo que constata y certifica puede contribuir a introducir reformas en la cadena de producción y comerciali­zación –la caducidad de algunos alimentos podría ser revisada–, a conciencia­r a todos y cada uno de nosotros, además de provocar un homenaje íntimo hacia aquella generación de españoles que procuraba aprovechar los alimentos. Aquellos para quienes tirar pan a la basura era un pecado. ●

Casi el 20% de los alimentos del mundo se desaprovec­han entre la venta y el hogar

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