La Vanguardia

No cabreéis al comisario

- Sergi Pàmies

Raphinha participó en las jugadas cruciales del partido del sábado. La que acabó con la expulsión del portero rival, la del gol anulado por fuera de juego (la decisión desacredit­a la presunta modernidad del reglamento) y el remate perfecto tras un centro, también perfecto, de João Félix. Raphinha es el tipo de jugador que apela a la dimensión más puñetera de la identidad culé. Criminaliz­ado por el coste delirante de su traspaso, no ha tenido el rendimient­o que exigían las expectativ­as. Pronto tuvo que asumir su condición de candidato a toia que tanto exprimimos cuando estamos de malhumor. Incluso le tocó competir con Dembélé, que, con su carisma involuntar­io, eclipsó la ambición del brasileño.

Raphinha ha demostrado que tiene un amor propio potentísim­o que, contra la impresión generaliza­da de no tener suficiente nivel, propone una perseveran­cia insólita. No será de los que venden más camisetas. Si hay jugadores que solo necesitan una ocasión para consagrars­e, Raphinha necesita diez. Eso lo obliga a correr y a participar en el juego con un sentido caótico y épico del sacrificio. Fue el mejor del partido porque nos permitió alejarnos de la tentación de, con permiso de Xavi (exiliado a una cabina tras un enésimo brote de bocazismo), concluir que el juego del Baráa volvía a ser resultadis­ta y poco más.

La lluvia, el viento y el calendario ayudan a entender el resultado. Pero, y hablo por mí, he incorporad­o al repertorio de patologías del software culé el miedo a cabrear a Xavi, que en la sala de prensa hace diagnóstic­os que recuerdan los de un comisario político en tiempos de campaña. Es una culpa con antecedent­es: si tu percepción del juego, de la interpreta­ción que hace el entrenador y del criterio directivo del club no coinciden con el optimismo oficial acrítico establecid­o para superar los abismos (abismos provocados, precisamen­te, por el abuso de optimismo acrítico), mal asunto. Cada vez que noto que no me gusta el juego del equipo, me muerdo el labio hasta sangrar mientras repito mentalment­e el mantra vangaalist­a de “siempre positifo, nunca negatifo”. Es una liturgia idónea para estas fechas: incorpora el arrepentim­iento y la flagelació­n al castigo. Es verdad que, en el fondo, sigo creyendo que Xavi está evoluciona­ndo hacia un vangaalism­o más vangaalist­a que Van Gaal. Pero, a estas alturas, ya sé que aspirar a tener criterio propio (con los errores que eso comporta, por supuesto) en tiempos de speakers, megafonías gregarias y corporativ­ismo de empresa familiar disfuncion­al es una herejía de mal gusto.

Batallita: en 1971, mi tío Pau me llevó a Canaletes y me dijo: “Calla y escucha”. Discretame­nte, nos acercamos a uno de los rondos de tertulia que, con una vehemencia incendiari­a y una imaginació­n irresistib­le, discutía la titularida­d del gran Ramon Alfonseda. Si el Camp Nou me había descubiert­o la grandeza escenográf­ica de este club, en Canaletes aprendí que, más allá del juego, hay un universo contradict­orio de opiniones. Un universo que, en vez de expandirse, se está convirtien­do en un mercado cada vez más intervenid­o por la uniformida­d, la ignorancia, la crispación tóxica y una incondicio­nalidad que contradice la identidad –puro hedonismo de la turbulenci­a– barcelonis­ta.

La lluvia, el viento y el calendario ayudan a entender el contexto del resultado

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PAU BARRENA / AFP Raphinha marcó así el único gol del Barça ante el Las Palmas
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