La Vanguardia

Y a mucha honra

- análisis Sergio Heredia

Hace unos pocos días, en la operación salida, nos topamos con un control policial en la carretera. Como era mediodía y la visibilida­d era buena, los agentes habían ido dejando que la hilera avanzase ágilmente, hasta que nos llegó el turno...

Al distinguir­me al volante, el policía detuvo nuestro coche y me hizo bajar el cristal.

Me miró fijamente y luego preguntó:

–¿A dónde van? Le informé de nuestro destino, pero el hombre no parecía demasiado satisfecho, así que me ordenó que bajara los cristales traseros, donde viajaba nuestra hija. Obedecí.

El agente asomó la mirada al interior: contempló a la niña, marrón como su padre, durante unos instantes tensos, y al fin dijo:

–Sigan. Mientras reanudábam­os la marcha, la criatura, que ya tiene trece años y va pillando las cosas, preguntó:

–Papi, ¿qué ha sido eso? –Nada, hija, un control rutinario –le contestamo­s su madre y yo.

Y ella guardo silencio y se guardó el mosqueo, igual que me lo guardé yo.

(Si mi hija no lee este artículo, algún día le contaré que en una ocasión, cuando apenas tenía un año, los agentes de seguridad de un aeropuerto de nuestro país la estuvieron cacheando tras pasar el arco; entonces era demasiado pequeña, no puede recordarlo).

(...)

No seamos reduccioni­stas: lo que pasa en los campos de fútbol pasa en múltiples ámbitos de la vida. Por el colegio circulan el gordo, la palillo, la cuatro ojos, el dientes de conejo, la pelirroja, la patizamba y el chino.

Siempre han estado ahí.

Ser distintos nos distingue a todos, y esa es una bendición.

La reflexión es importante porque nos sienta ante nuestros propios demonios. Cada uno de nosotros debería celebrar su propia identidad, la existencia de aquellos rasgos que nos distinguen, y por eso me abono a la reflexión de Quique Sánchez Flores, el técnico del Sevilla voceado como gitano en el Coliseum de Getafe:

–Me siento orgulloso de cada poro de mis venas que pueda respirar gitano. Pero una cosa es ser gitano y otra es que lo utilicen como un insulto racista.

Excitada por el caso Vinícius, la grada rival se está dejando ir. El astro brasileño es un magnífico futbolista, un mediocre actor y un pésimo adalid de la lucha contra el racismo. Si Vinícius se revuelve a cada insulto, la grada (al fin y al cabo, la extensión tribal de nuestros instintos más primarios) compra la idea: se esfuerza aún más en propagar el virus sobre todo ser viviente.

En el terreno de juego emergen el gitano y el mono, quién sabe qué más se nos ocurrirá en el futuro inmediato.

(El mono trasciende el concepto del racismo, juega en otra categoría, pues ningún ser humano es un mono).

El fenómeno Vinícius es un bucle vergonzant­e, en realidad una bola de nieve que crece y crece conforme rueda ladera abajo. La irritabili­dad de Vinícius es una fiesta para todos aquellos aficionado­s que disfrutan viéndole patalear, forzando las acciones, encajando las tarjetas.

–Si Vinícius se encabrita, probemos a encabritar a los otros –se dicen.

Por mucho que nos lo cuente en su próximo documental, Vinícius no parece sentirse orgulloso de ser negro, y así nos va a todos, con unos cuantos buscándole las cosquillas al que ve distinto, cuando distinto debería verse cualquiera. ●

La irritabili­dad de Vinícius es un estímulo para la grada, que busca más víctimas

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Gonzalo Arroyo Moreno / Getty Jugadores del Getafe y el Sevilla rodean al árbitro, el sábado en el Coliseum
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