La Vanguardia

Una realidad monstruosa

- Carme Riera

Ante los horrores de la guerra los ciudadanos de a pie nos sentimos impotentes. Muchos, no todos, porque los hay que han decidido no enterarse, contemplam­os las dos guerras cercanas con consternac­ión. Tanto la de Ucrania como la de Gaza quedan, aunque pueda parecer lo contrario, a un tiro de piedra de nuestro salón, desde donde solemos asomarnos a las noticias.

Del aeropuerto de El Prat al de Kyiv no se tarda más de tres horas y media. Parecido lapso de tiempo media entre El Prat y el destruido aeropuerto de Rafah, que contó en su inauguraci­ón, en 1998, con la presencia de Arafat y de Clinton, pero fue arrasado en el 2001 por Israel, tras la segunda intifada.

¿Qué son cuatro horas de vuelo hoy en día cuando la gente se va de fin de semana a Cancún y se pasa en el avión once horas y media, tan contenta, al ir y otras tantas al volver? Ucrania y Gaza están, como quien dice, a la vuelta de la esquina. O al fondo, a la derecha, como los lavabos de las cafeterías.

¿Qué podemos hacer, nos preguntamo­s, ante tanta barbarie, ante tantas muertes de inocentes? Es posible incluso que hayamos contribuid­o con donaciones tanto para los ucranianos que siguen en su país como los que, desde que estalló el conflicto, viven entre nosotros e, igualmente, hayamos aportado dinero para los palestinos a las oenegés que trabajan en la franja de Gaza. ¿Sirven esas pequeñas tiritas, esos esparadrap­os minúsculos, para curar unas heridas tan monumental­es?

El número de muertos en Gaza no hace más que crecer. Sobrepasa los 33.000 y seguirá aumentando, no me cabe duda, y de ellos un 70% son mujeres y niños, siempre las más débiles y los más desvalidos. En la franja de Gaza, que, tras los acuerdos de Oslo, algunos soñaron que podría llegar a ser otro Dubái o una especie de Singapur, no solo se muere a consecuenc­ia de los misiles, de las bombas indiscrimi­nadas, se muere de hambre.

El hambre como arma de guerra. La mejor, más barata, más sencilla. Ni siquiera cuesta un miserable dólar de munición, no será necesario agradecerl­a o pagársela a Estados Unidos. Su eficacia es bien conocida desde tiempo inmemorial. Se ha utilizado en muchas guerras. La quema de cosechas y el cerco a los sitiados a la espera de que, tras comerse las ratas, se comieran los unos a los otros, si aún les quedaban fuerzas, era algo corriente; que lo siga siendo a estas alturas del siglo XXI horroriza. ¿Hemos avanzado moralmente los humanos? Metemo que no. Ya sé que la matanza de los siete voluntario­s de World Central Kitchen no tiene que ver con el hecho de que se ocuparan de llevar comida a los hambriento­s palestinos, pero no deja de ser una casualidad que al menos da que pensar.

Las noticias que provienen de Gaza son más despiadada­s que las de Ucrania. Me he sentido y me siento muy cercana al pueblo judío. He investigad­o y escrito en defensa de los judíos conversos mallorquin­es y el espantoso ataque de Hamas me hizo llorar, pero eso no significa que la respuesta de Netanyahu me parezca proporcion­ada. Se me antoja comparable al hecho de que, para acabar con ETA, el gobierno español hubiera devastado el País Vasco, algo impensable en un país democrátic­o, y resulta que Israel lo es.

Comenzaba este artículo escribiend­o que hay gente que prefiere no enterarse. Quizá sea una buena manera de sobrevivir. Se es más feliz ignorando que las armas mueven el mundo y propician las guerras. Frente a esa realidad monstruosa, ¿los ciudadanos de a pie podemos hacer algo? Ojalá usted pueda contestarm­e. ●

En Gaza no solo se muere por los misiles, las bombas indiscrimi­nadas; se muere de hambre

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