La Vanguardia

Los misterios de las guerras

- Sergi Pàmies

Xavi definió el partido de maÒana como de “guerra futbolísti­ca”. Puede que sea una comparació­n inoportuna teniendo en cuenta el momento actual, pero se inscribe en una tradición de analogías bélicas que han exorcizado conflictos a través de rivalidade­s deportivas. Ojalá la mayoría de conflictos pudieran resolverse jugando al fútbol. La trascenden­cia del partido de maòana contra el infame PSG es, en efecto, excepciona­l. Santiago Segurola hablaba ayer de “optimismo inesperado” para definir parte del ambiente generado por el juego y los resultados del Baráa las últimas semanas. Gracias a la complejida­d del alma culé, el optimismo inesperado no excluye subcapas de fatalismo preventivo y niveles de angustia intermiten­te que ni Jung ni Freud sabrían explicar. Los culés somos como el gato de Schrödinge­r: vivimos las eliminator­ias con una intensidad ambivalent­e que nos permite estar, al mismo tiempo, vivos y muertos.

La otra diferencia entre la guerra real y la futbolísti­ca es la fiabilidad de las expectativ­as. La guerra de verdad potencia estados de ánimo que de repente se imponen como una tendencia que nadie puede detener. La guerra futbolísti­ca, en cambio, vive en un estado de ostentoso despilfarr­o informativ­o y de entretenim­iento felizmente irracional. Cada vez hay más medios movilizado­s para ofrecer su interpreta­ción de lo que aún no ha pasado (ni pasará). Antes del partido de Cádiz, se reclamaban rotaciones que, por suerte, permitiero­n ganar el partido. Hoy y maòana invertirem­os mucha energía en, forzando la lógica cronológic­a, anticiparn­os con vaticinios que actuarán como placebos para entretener la espera.

Ni los medios tecnológic­os para asegurar que la aplicación del reglamento sea más justa han servido para evitar discusione­s arbitrales, ni la multiplica­ción de puntos de vista de expertos y de analistas nos ha ayudado a entender por qué jugadores que hace cuatro días nos parecían unos paquetes hoy nos parecen cracks. Sabemos, eso sí, que en momentos de tensión máxima el fútbol sigue teniendo el poder opioide de evadirnos. Y que, contra el esfuerzo por controlar cada ingredient­e, el fútbol siempre logra preservar el nivel de incertidum­bre que lo define y le da sentido. Por desgracia, hay momentos en los que las guerras reales interfiere­n tanto en la vida de la mayoría de personas y la salud del mundo que mantener los espectácul­os se considera una traición o una frivolidad. O que los efectos secundario­s de la guerra encuentran en la caja de resonancia del fútbol la oportunida­d de amplificar consignas.

Para maòana, la consigna de Xavi es rotunda y conseguirá un quórum en Montjuïc que impedirá que, en el minuto doce, a nadie se le ocurra ponerse a hacer la ola. En las últimas semanas, el factor improbable ha vuelto a romper la dinámica previsible de la decadencia. El entrenador y los jugadores han encontrado el modo de mejorar su rendimient­o y el equilibrio entre compromiso y eficacia. El público que, militantem­ente, acompaòa al equipo desde la mudanza a Montjuïc siempre ha estado allí. Pero maòana los jugadores notarán unos niveles de atención y de apoyo que ojalá no sean interrumpi­dos por el impacto delirante y autodestru­ctivo de las guerras de verdad.

Cada vez hay más medios que interpreta­n lo que todavía no ha pasado

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Quique Garcia / EFE Xavi, meditativo en la ciudad deportiva ante el partido contra el PSG
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