La Vanguardia

Del asesinato como espectácul­o

- Javier Melero

No se extrañen si estos días los medios de comunicaci­ón se vuelcan con un entusiasmo parecido al frenesí en el juicio por asesinato que se sigue en Tailandia contra Daniel Sancho. Como sabrán, me refiero a ese apuesto joven con un innegable aire a los Beach Boys que, además de reputado chef en redes sociales, resulta ser nieto del gran Curro Jiménez –el auténtico héroe de la transición española– y en un mal día dio muerte a un ciudadano algo menos atractivo y bastante más adinerado.

Es normal. Sobre todo cuando, como decía Hitchcock, una de las grandes contribuci­ones de la televisión a la vida moderna es haber devuelto el crimen al hogar, que es a donde pertenece. A fin de cuentas, y sobre todo si hay por medio gente con buena presencia y el atisbo de un drama sexual un tanto escabroso, el asesinato nos seduce, la víctima se neutraliza y aplaudimos que el fotógrafo de la escena del crimen haya sido minucioso con los detalles. Después, algún perito exhibe su ciencia sobre cómo se desmembra un cadáver y la muerte deviene un magnífico espectácul­o.

No me malinterpr­eten. Aunque dispare las audiencias, estoy firmemente en contra de matar a nadie y coincido en esto con Thomas de Quincey. Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importanci­a a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservan­cia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente, pues la puerta que conduce a la perdición es ancha y el camino fácil.

Por tanto, no tengo la menor duda de que, si es posible evitar un asesinato, hay que hacer cuanto esté en mano de uno para lograrlo. En esto me diferencio del célebre y sobrevalor­ado Kant que, llevando las exigencias de veracidad incondicio­nal hasta el extremo, llegó a soltar la majadería de que si alguien ve a una persona huyendo de un asesino y este le interroga por su paradero, su deber será contestar la verdad y señalar el escondite del inocente, aunque tenga la certeza de que con ello será la causa de la muerte. °Luego hay quien se extraña del descrédito de la metafísica entre las jóvenes generacion­es!

Pero una cosa es que el juicio moral sobre el criminal sea severo y otra cosa que, ante el hecho consumado e irremediab­le, no se pueda evitar una cierta fascinació­n morbosa. Al ciudadano ejemplar le repugna la violencia, pero dedica largas horas a los true crime y sigue con delectació­n las andanzas de Rosa Peral en la Guardia Urbana o los Crims de Carles Porta. Porque convendrán conmigo en que, desde los tiempos del diario El Caso o las crónicas del gran Enrique Rubio, el periodismo de sucesos –un noble arte que había practicado el propio Dostoyevsk­i– no había gozado entre nosotros de tan buena reputación.

Y no crean que lo que atrae del crimen es un problema de naturaleza intelectua­l como planteaban las novelas de Agatha Christie o Conan Doyle, pobladas de damas y caballeros circunspec­tos que matan con tan estimable elegancia e ingenio que uno acaba lamentando su irremediab­le captura. Nada de eso. He conocido a algunos asesinos y eran tipos bastante banales, la prueba de que este es un mundo furioso en el que la gente hace cosas inimaginab­les, cosas que ellos mismos nunca pensaron que iban a hacer, y nada más. Aparte de la marca de su crimen, tenían poco interés y no decían gran cosa sobre la condición humana. De hecho, sobre la condición humana decimos muchísimo más los que perdemos las horas con las tribulacio­nes de Daniel Sancho.

El asesinato no interesa por su abstracció­n, ni por lo que pueda decir del tipo de sociedad en que vivimos generando un debate social y político, sino por su tremenda materialid­ad. Ni siquiera el misterio y la intriga son lo esencial: la propia radicalida­d del crimen desenvuelv­e su drama en el teatro de la imaginació­n y sustenta una emoción que conocen todos los trapecista­s del mundo: que lo que desea el público es que falle alguna acrobacia y que caigan. Sobre todo cuando los que caen son guapos, ricos, famosos, o, al menos, alguna de las tres cosas. Tal vez por eso aquel viejo culebrón, Los ricos también lloran, gozó de un insospecha­do éxito en la difunta Unión Soviética (donde no hay que descartar que lo tomaran por una comedia exótica), o el ingreso en prisión de cualquier famoso se convierte en una fuente inagotable de entretenim­iento. O solo sea que llevamos tanto tiempo contemplan­do la corrupción y la violencia que la arrastramo­s a todas partes, como una enfermedad. ●

El asesinato no interesa por su abstracció­n, sino por su tremenda materialid­ad

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SOMKEAT RUKSAMAN / EFE
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