La Vanguardia

¿El arte enamora más que el corazón?

- John Ke ts, poet John Carlin

“La belleza es la verdad; la verdad, belleza”.

El liderazgo de la Premier ha cambiado 21 veces esta temporada y otra vez en pole ahí está el Manchester City y otra vez el máximo goleador de la liga inglesa es su cotizadísi­mo delantero Erling Håland, el peor gran jugador que he visto en mi vida.

Le llaman el Vikingo, el Terminator, el Androide, nombres que inspiran miedo, pero no amor. Cuando pienso en el noruego pienso también en un toro. Tan torpe como fuerte, jadea medio a ciegas durante la mayor parte de un partido, sin apenas tocar el balón, hasta que lo recibe frente a los tres palos, de repente todo lo ve de un nítido color rojo, clava el cuerno y marca el gol. Impresiona pero no deleita. Lo suyo es eficacia, no arte.

Hay dos tipos de jugadores que uno admira: los que triunfan gracias a un deseo brutal y los que nos dejan boquiabier­tos con su talento. A veces aparece alguien que combina las dos cosas, como Messi. Pero dado a elegir, lo que yo más valoro es lo segundo, la belleza. El fútbol es arte para las grandes masas y, como en el arte, su grandeza reside en la belleza, en lo que permanece en la retina a lo largo de los años, mucho después de que los resultados hayan pasado al olvido.

Lo mismo va para otros deportes. El rugby está repleto de colosos, a lo Håland, que determinan partidos pero yo me quedo con artistas de antaño como el argentino Hugo Porta o el galés Barry John. En el tenis hay luchadores incansable­s como Rafa Nadal, pero si buscas elegancia y simetría, el imbatible es Roger Federer. El golfista del momento es el robótico Scottie Scheffler, que ganó el Masters de Augusta el domingo, pero su swing es feo, nada que ver con el del eterno Ernie Els, seda pura.

En el fútbol se suma lo colectivo a lo individual. Quizá con el tiempo uno idealiza pero no tengo recuerdo de un equipo más seductor que el Brasil que ganó el Mundial de 1970. (Busquen resúmenes en Youtube, valen más la pena que la Novena de Beethoven dirigida por Von Karajan, o Gimme Shelter de los Rolling Stones en Twickenham 2003, o incluso – fíjense lo que les digo– el recital hace no mucho de Taylor Swift en el estadio del River Plate). A aquel Brasil le sigue, no muy lejos, el Baráa coral de Pep Guardiola.

Pero los jugadores son los que enamoran. Algunos por su condición de emblema moral, de perseveran­tes, tenaces, por la grandeza de sus corazones, como Carles Puyol. Pero seamos honestos, y creo que Puyol coincidirí­a, los que nos dejan con imágenes eternas son los nacidos para jugar a la pelota, los elegidos de Dios.

Messi es la maravilla del siglo XXI. Su puesto en las alturas del Olimpo es indiscutib­le para todos los que sabemos un poco de fútbol. Pero de esta época yo prefiero a otro, la expresión hecha carne no de la eficacia sino del arte por el arte. Ronaldinho es el jugador que más amo del siglo que corre. Su valor iba mucho más allá de los goles que marcaba. El solo verle con el balón en los pies era una maravilla y una alegría.

Otro que me siento afortunado de haber visto jugar fue Zidane, un Nureyev que convertía el fútbol en ballet. Yendo un poco más atrás, pienso en algunos que nunca fueron candidatos al Balón de Oro pero cuyo recuerdo siempre me genera una sonrisa y que nunca olvidaré, llaneros solitarios que rebosaban originalid­ad, como Guti del Real Madrid o Iván

Lo Pelat de la Peña del Baráa. Quizá pocos lectores se acuerden de él, pero otro que me inspira siempre vibracione­s felices es el inglés Matt Le Tissier, que jugó toda la vida en el humilde Southampto­n, que solo ocho veces (un escándalo) fue llamado a su selección, cuyos goles (muchos) fueron casi sin excepción obras dignas de enmarcar en un museo.

A estos tres últimos añadiría la figura de Jorge el Mágico González, el salvadoreñ­o que jugó para el Cádiz, la quintaesen­cia del que juega menos para ganar que para disfrutar y, de paso, para deslumbrar al público con su descomunal habilidad. Entiendo que para muchos aficionado­s los jugadores que más valoran son los que “lo dan todo por los colores”, los que dejan la piel y la sangre en el campo. Bien. Pero yo me quedo con los prodigios, con los toreros antes que los toros, porque en el fútbol, para mí, el arte enamora más que los resultados, o que el corazón.

El fútbol es arte para las grandes masas y, como en el arte, su grandeza reside en la belleza

Cuando pienso en Håland pienso también en un toro, tan torpe como fuerte

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Andrew Boyers / Reuters Erling Håland (Manchester City) no faltó a su cita con el gol frente al Luton Town
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