La Vanguardia

Los catalanes y el Senado

- Santi Vila

El pasado 8 de abril el presidente de la Generalita­t compareció por segunda vez ante la comisión general de las Comunidade­s Autónomas en el Senado. Se había estrenado hace seis meses con una intervenci­ón en defensa de “la amnistía, el referéndum de autodeterm­inación, el bienestar y la prosperida­d”. Sin pelos en la lengua, en esta última ocasión

Pere Aragonès se limitó a confirmar su propuesta política ante una Cámara tan desprestig­iada, inútil y partidista como siempre. Pese a todo, hizo bien en ir. Si te gusta el fútbol, que el campo sea un lodazal no significa que renuncies a marcar goles. La política también es pedagogía.

En general, con la excepción de Artur Mas, que no asistió nunca, los diversos presidente­s de la Generalita­t de antes del procés han sido mínimament­e considerad­os con el Senado. José Montilla, Pasqual Maragall y Jordi Pujol comparecie­ron en un total de cinco ocasiones. Uno de mis discursos de referencia sigue siendo el que pronunció Pujol el 11 de marzo de 1997, cuando, con la autoridad moral de quien combinaba a la perfección patriotism­o catalán e hispanismo, recordó a los asistentes las contribuci­ones catalanas a la modernizac­ión del país. Y también que tenía que ser posible amar a España y ser catalanist­a.

Como cámara de representa­ción territoria­l y de segunda lectura, el Senado ha estado presente en la vida política catalana en momentos especialme­nte difíciles. Solo por citar el último, recuérdese el 27 de octubre del 2017, cuando el expresiden­te y entonces senador Montilla tuvo que ausentarse de su escaño para no votar la suspensión temporal de la autonomía. Cuesta saber si lo hizo por razones políticas, éticas o simplement­e estéticas. Nótese también que, según el propio reglamento del Senado –ese que los partidos violentan continuame­nte–, cada año se tendría que convocar un debate territoria­l. En un curso político ordinario, este debate ni está ni se le espera.

Es una lástima que el Senado dé la impresión de ser una especie de cementerio de elefantes, donde las figuras amortizada­s de los diversos partidos encuentran campos bien sembrados y sombras benignas en que poder tumbarse o hablar por el móvil. Es una pena porque en todos los países bicamerale­s del mundo el Senado, además de controlar con dureza al Ejecutivo, acostumbra a corregir los excesos del Parlamento, un hecho que siempre acaba beneficián­donos de los posibles abusos de la Administra­ción. Como sabemos los catalanes desde tiempos medievales, los contrapeso­s protegen más las libertades civiles que el autogobier­no. El desacuerdo entre gobernante­s siempre deja en paz a los ciudadanos... y su bolsillo.

Además, en un país tan diverso como España, que cualquier iniciativa del Gobierno tuviera que incorporar el acento cultural, nacional e incluso intereses territoria­les contrapues­tos solo tendría que revertir en beneficio de todos. Sería muy positivo que la soberanía popular encarnada en el Congreso lo fuera con criterios realmente proporcion­ales y que hallara en el Senado la ponderació­n de la lectura serena.

Desvincula­dos de la bronca partidista y la necesidad de hacer méritos ante la propia parroquia electoral, los senadores tendrían que ser guardianes de los principios de la patria, en especial de los que hacen posible su organizaci­ón territoria­l. Cuesta imaginar que, si así fuera, Barcelona y València, segunda y tercera ciudades del Estado, no hubieran resuelto hace tiempo sus corredores ferroviari­os. O que Extremadur­a haya pasado tantas décadas de abandono en materia de inversione­s. O que el AVE haya llegado antes al fin del mundo, Fisterra, que a Lisboa.

Pasqual Maragall propuso el traslado del Senado a Barcelona, en una entrevista histórica en La Vanguardia, el 26 de enero de 1992. Veinte años después, en la campaña de las elecciones del 2015, José Montilla también hizo suya la propuesta, pese a que mover el Senado siempre se ha calificado de ocurrencia. Quizá lo es. Claro que proponer un referéndum de independen­cia o, aún peor, “implementa­r el mandato del 1 de octubre”, por lo que se ve es muy realista. Mientras algunos siguen intentando alcanzar la luna, yo me conformarí­a con una reforma constituci­onal en que además de hacer útil y plurinacio­nal la Cámara Alta, afianzara Barcelona, ciudad de ciudades, como cocapital de España y, por qué no, como sede junto al mar desde donde confrontar las preocupaci­ones de los excelentís­imos y folloneros senadores. Más nos aprovechar­ía. ●

Los senadores deberían ser los guardianes de los principios que hacen posible la organizaci­ón territoria­l

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DANI DUCH
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