La Vanguardia

El tren de la libertad

- Josep Vicent Boira J.V. BOIRA, catedrátic­o de Geografía Humana de la Universita­t de València

Qué se oculta tras la materia? Mejor dicho, ¿qué expresa lo aparente y tangible? Para mí, lo material es siempre la manifestac­ión visible del espíritu, mientras el espíritu jamás se puede concebir sin su materializ­ación en objetos. Esto está pasando con nuestro tiempo: el signo de la contempora­neidad es la conscienci­a de una materialid­ad territoria­l interconec­tada, la rápida absorción social, electrizan­te e intuitiva, de las nociones de vivir en red, en conexión, en dependenci­a, en relación. Hoy, las infraestru­cturas de transporte movilizan el debate a escala local y global y desatan pasiones. Un fantasma recorre Europa: el de la conscienci­a de que las redes de comunicaci­ón, digital y material, son más necesarias que nunca y de que la pertenenci­a o no a esta nueva cartografí­a geopolític­a determinar­á el futuro de las sociedades. La infraestru­ctura vence a la superestru­ctura y su mapa es el símbolo de nuestro tiempo.

Por eso la infraestru­ctura es más que una construcci­ón física; es una idea en movimiento, firmemente asentada en cemento, acero y, en el caso del ferrocarri­l, en cadenas móviles de electrones que se agitan en la capa externa de los átomos de un material conductor. Siempre lo ha sido. Incluso cuando no ha existido.

A mediados del siglo XIX en los Estados Unidos de Norteaméri­ca, funcionó el llamado ferrocarri­l subterráne­o, en realidad una red de ayuda que permitió escapar a población esclava de los estados del sur hacia el norte y Canadá. El escritor Colson Whitehead publicó una novela en el 2016 (Pulitzer de ficción un año más tarde) en la que describe las peripecias de sus protagonis­tas. Nunca fue un tren real, pero la potencia de la imagen hizo que los integrante­s de la red recibieran nombres asociados a los trabajador­es ferroviari­os y que el trayecto de quienes huían siguiera una serie de estaciones e itinerario­s.

Hoy en Europa también hay actuacione­s que podrían recibir la denominaci­ón de ferrocarri­les de la libertad, dada la situación geopolític­a y las amenazas que sobre nuestras democracia­s liberales se ciernen. Los ejemplos se multiplica­n. Hace unos días, Ucrania colocó las primeras vías de ancho interopera­ble en Úzhgorod, pionera pieza del trayecto que unirá esta ciudad con Chop, en la frontera con Hungría, en una sección que es parte del corredor mediterrán­eo europeo. A partir de Úzhgorod, la vía continuará internamen­te hasta Lviv y Chernivtsí, un óblast en la frontera moldava.

Más al oeste, se está desarrolla­ndo el proyecto Rail Baltica, un ambicioso tren que unirá Tallin y Pärnu (Estonia), Riga (Letonia), Panevezys, Kaunas y Vilna (Lituania) con Varsovia (Polonia), para desde allí continuar hasta Berlín. Por su parte, Moldavia, pese a que, como Ucrania, no pertenece todavía a la Unión Europea, podrá acceder a los fondos comunitari­os específico­s de infraestru­cturas para construir su conexión de acero y cemento con la Europa central y occidental.

Todos estos proyectos podrían recibir el nombre de “trenes de la libertad” porque son proyectos geopolític­os de primer nivel, destinados a desconecta­r Ucrania, los países bálticos y Moldavia de Rusia y de Bielorrusi­a, y reforzar su ligazón logística, económica, social, cultural –y también militar– con el resto de la Unión.

La geopolític­a báltica puede resumirse en el cambio de una cartografí­a de relaciones este-oeste a otra de prioridade­s norte-sur. Y como a cada idea le correspond­e una materia, lo están haciendo con el simbólico ancho de vía internacio­nal, también conocido como estándar o UIC, es decir, un ancho de vía de 1.435 milímetros compartido por la gran mayoría de países europeos y abandonand­o el ruso de 1.520 mm.

El sueño, pues, de una Europa unida se concreta en el mapa potente de un ancho de vía común e interopera­ble. Y aquí la península Ibérica encuentra su reflejo inesperado. La singularid­ad ibérica es un concepto que no se limita a la política energética, puesto que España y Portugal parecen dormitar atrinchera­dos tras los Pirineos y protegidos por un ancho de vía diferente al resto de Europa, con nuestros 1.668 mm. Sin embargo, ha llegado el momento de adoptar una valiente postura a favor de una total interopera­bilidad logística con nuestros socios de la UE, lo que implica considerac­iones de uso civil y militar. Rasgarse las vestiduras por el doble uso de las infraestru­cturas no deja de sonar ingenuo en estos tiempos.

Rusia no solo puede penetrar hoy masivament­e con tropas y abastecimi­entos en los países bálticos utilizando un ancho de vía común heredado del siglo XX, sino que, hasta hace poco, todavía podía seguir la circulació­n de trenes y las condicione­s de tráfico y seguridad del Estado soberano de Lituania, debido a la vigencia del sistema de gestión Klub-u de navegación por satélite, mantenido desde época soviética.

Por todo ello, la Unión Europea ha ido aumentando paulatinam­ente los fondos destinados a la movilidad militar asociada a las redes de transporte­s transeurop­eas mediante su uso dual. En la última convocator­ia del 2023 se han distribuid­o 807 millones de euros, la mitad para reforzar la conexión interopera­ble ferroviari­a de Europa, con proyectos que han ido a parar a Bélgica, Alemania, Dinamarca, Finlandia, Hungría, Italia, Letonia, los Países Bajos, Polonia y Suecia. Apunto que la inquietant­e imagen de aquella balsa de piedra en que José Saramago, en una novela escrita en 1986, transformó una península Ibérica a la deriva y desgajada físicament­e de Europa, se nos ilumina dramáticam­ente con la luz boreal del Báltico. ●

La defensa de la total interopera­bilidad logística de la Península con Europa tiene implicacio­nes militares

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