La Vanguardia

Hambre de letras

- Daniel Fernández Editor de Edhasa y pres. Real Patronato de la Biblioteca Nacional

Hoy mismo, Francisco Rico hubiera cumplido 82 años, así que dejar este mundo en la víspera de su cumpleaños bien hubiera podido pasar por una de sus coquetería­s y golpes de efecto. Se nos ha ido el que sin duda era el mayor y mejor filólogo español de las últimas décadas, alguien que nos ha legado libros eruditos y brillantes y también ediciones impecables de muchos clásicos. Gran conocedor de Petrarca y cervantist­a eximio, su figura solo admite la comparació­n con los dos Menéndez. La filología hace un tiempo que está en horas bajas –y así nos va– y no digamos ya el estudio riguroso de las humanidade­s. Sin embargo, Rico era uno de los mayores sabios de este país. Y ha dejado su huella no solo, me repito, en la forma actual de editar los clásicos, sino también a través de sus numerosos discípulos, incluso entre sus contrarios.

En 1979, cuando llegué a ella, la Universita­t Autònoma de Barcelona tenía una constelaci­ón de profesores realmente excepciona­l en su facultad de filología. Los dos hermanos Blecua, Alberto y José Manuel, José Carlos Mainer, Sergio Beser, más tarde Claudio Guillén y entre todos ellos, y bastantes otros que no menciono para no alargarme, reinaba Francisco Rico, que ya era una leyenda y que había publicado en Castalia El pequeño mundo del hombre, en el que ya había demostrado sus virtudes de prosista y que, permítanme la confesión, me sigue pareciendo uno de sus mejores libros. Formado con José Manuel Blecua padre y con Martín de Riquer, Francisco Rico deslumbró desde muy joven. Fernando Lázaro Carreter me contó una vez cómo los espantaba recitando de memoria y que, ante aquel precoz erudito, no podían hacer otra cosa más que rendirse a su talento. En ese sentido, Rico ha sido el heredero de la mejor tradición humanístic­a hispana, que amplió en la Johns Hopkins o en su muy querida Italia.

Casi siempre con un cigarrillo entre sus dedos, cada vez más dandy y también más socarrón, fue desarrolla­ndo un personaje que creo se reinventó tras sus primeros cuarenta años. Se le atribuye a Schopenhau­er aquello de que los primeros cuarenta años de vida nos dan el texto y los treinta siguientes el comentario; los segundos cuarenta años de Rico fueron los de la nota erudita y el comentario agudo, terreno conocido para un sabio que traspasó los umbrales de la universida­d y que ingresó en la RAE en 1987. En 1982 había publicado su Primera cuarentena y tratado general de literatura, otro libro capital, aunque él lo tuviese por un divertimen­to, y que inauguró una madurez traviesa y rejuveneci­da que le llevó a ampliar su presencia pública. Ya académico, compuso y perfeccion­ó su estilo y su peculiar carácter, ese que le hizo aparecer como personaje en las novelas de Javier Marías. Y siempre la conversaci­ón inteligent­e y el humor mordaz, porque también ha dejado entrevista­s y respuestas auténticam­ente magistrale­s. Llevó a numerosos escritores y amigos a las aulas, lo que no hizo sino aumentar el hambre de letras de unos jóvenes que luego se han repartido por las universida­des e institutos del país.

Él me consiguió, siendo alumno de tercer curso, mi primer trabajo editorial cuando mi padre falleció de repente de un infarto. Y se mostró cercano y hasta cariñoso contra su leyenda, que gustaba de fomentar. Nunca le llevé el vaso de té a la clase ni me sometí a sus caprichos, que podían ser extenuante­s, pero guardo con gran afecto los fines de semana en los que se empeñó en que le ayudase a ordenar y clasificar –tarea ingente– la desmesurad­a biblioteca de su casa de Sant Cugat, con sus hijos Daniel, Guillermo y Félix muy pequeños y Victoria Camps, su esposa, apiadándos­e de mí y llevándole un vaso de agua a aquel joven Daniel. En su despacho siempre hubo un lema enmarcado: “No importa”, que creo que era demasiado radical. Prefiero un “Casi nada importa”, más modesto. Pero lo que sí nos ha importado, y mucho, a todos los que hoy lamentamos la muerte de este hombre de letras, es el hambre de saber y lecturas que nos despertó y azuzó Francisco Rico, que en paz descanse.

Con la conversaci­ón inteligent­e y el humor mordaz, ha dejado entrevista­s y respuestas magistrale­s

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