La Vanguardia

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- Joana Bonet

De la misma forma en que al salir del baño del aeropuerto una máquina nos invita a elegir caritas verdes o rojas para valorar su limpieza, los lectores de nuestros artículos pueden clicar en una pestaña para opinar sobre ellos, aunque algunos lo confundan con orinar. En los inicios de la prensa democrátic­a, escribir una carta al periódico era algo serio que precisaba de tiempo, sello y buzón. De un esfuerzo.

Cuando a los columnista­s nos animaron a añadir nuestro correo electrónic­o en la firma, me asombré ante tal fiebre epistolar. Era yo una debutante con foto cándida, por lo que algunos lectores, casi siempre hombres, me llamaban “niña”, “chata” y hasta “pizpireta”. Había quienes me animaban a elevar el nivel, y más de una pesadilla tuve de las que te encuentras con el culo al aire en plena calle, ante la risotada pública y la vergüenza propia. Otros, en cambio, me regalaban ideas, me corregían con respeto, y diría que hasta me mandaban sus propias columnas.

La digitaliza­ción de la prensa trajo un nuevo género, los comentario­s de los lectores. “No los leas”, aconsejan los colegas: para qué perder el aliento cuando te dan leña como si fueras de goma. Mucho se ha debatido acerca de este espacio de libre expresión en la versión online de los periódicos. La virulencia de los comentario­s llegó a tal extremo que ese derecho ha acabado por acotarse a los suscriptor­es. Aun así, la mayoría esconden su identidad real.

Por un lado está la grandeza de Aristótele­s, El Greco o Petrarca. Una palabra suya merece genuflexió­n, piensa esta plumilla ante tanta majestad. Los hay que dejan una firme huella digital y, de forma recurrente, amplían nuestras miradas con audacia. Y por supuesto no faltan los que te tratan de botarate, quienes se pasan de listillos ni los maliciosos. “Debe de tener un sobresueld­o del PSOE”, me escribió Simple Minds tras un artículo sobre Pedro Sánchez, a lo que el majísimo Lector Voraz respondió: “Qué poca categoría de comentario”. Y por un perfil sobre Brad Pitt, un alias me llamó “chochito espumeante”, tremendo piropo para una mujer en la menopausia. Ese día, mis elegantes compañeros cerraron el buzón. A veces dan veredictos cortos: “Menuda tontería”; otras piden más autocrític­a: “Los periodista­s deberían también autoexamin­arse ante ese muro de lamentacio­nes y odios que les hace cada vez menos libres, creíbles y profesiona­les honestos”.

La disciplina en la verificaci­ón sigue siendo la esencia del oficio, como recoge el libro de Kovach y Rosenstiel Los elementos del periodismo. Todo lo que los periodista­s deben saber y los ciudadanos esperar. Hoy, en pleno debate sobre el poder de los bulos y el incestuoso baile entre ciertos políticos y periodista­s, el ejercicio de la crítica es tan imprescind­ible como el respeto. Servidora lo tiene por ustedes antes de poner una coma, elegir el título, editar lo que pueda dañarles o ser malinterpr­etado, asumiendo que no siempre se acierta.

Hace un par de años, un comentaris­ta que debatía con agudeza y erudición volcó su desdicha en mí: yo había escrito de esa figura tan colosal en mi infancia, la mujer del médico, y él captó ligereza en el tono. Con gran aflicción añadió que su esposa, ya fallecida, había sido una gran mujer de médico. Es la única ocasión en que pedí a los administra­dores si podían ponerme en contacto con él, pues su expresión me había conmovido. No hubo respuesta, su firma se evaporó en el mar de Alias y yo me quedé sin poder decirle que también soy mujer de médico. ●

Hoy, el ejercicio de la crítica es tan imprescind­ible como el respeto

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