La Vanguardia

La invención de morirse

- Carlos Zanón

La muerte propia siempre parece un personaje inventado. Da igual que colisione tu coche o albergues un tumor. Siempre hay algo de perplejida­d en toparte con la muerte. Como si no fuera la vida lo accidental y extraño, lo que no nos tendría que haber pasado y nos pasó. La muerte de Paul Auster nos la anunció, y trató de hacerla literatura, él mismo como en un intento de volverla verosímil. Como siempre sucede en los grandes creadores, lo consiguió para nosotros, pero, a buen seguro, no para él mismo. Estamos hechos de ficción y en ello estamos porque creímos que Paul Auster era Dios, y la muerte era una invención en el país de las últimas cosas.

Paul Auster, en los ochenta, también pareció inventado. Desde las solapas color crema, atractivo, ojos profundos, había trabajado de guarda de una finca en Francia, se encerraba, misántropo, a escribir sus textos con una Olympia que le acompañaba desde los años setenta. Su prosa nos deslumbró porque parecía tan sencilla y directa que no entendías cómo nadie antes había escrito así. Hombres solos encerrados en pisos con la identidad de otro, seres humanos como bolas de billar, la soledad en los zapatos del padre muerto, mentes que querían destruir el mundo para hacerlo de nuevo. Paul Auster se nos mostró infalible mientras siempre nos explicaba la misma historia de doppelgäng­er, el mismo juego fascinante, diera igual que nos dirigiéram­os a Tombuctú o no saliéramos de Brooklyn.

La muerte de Paul Auster recibida desde lejos nos parece algo inevitable y asumible. No la nuestra, de la que la ficción te hace creer que podrás hablar con ella. Pero cuando te topas con ella, si tienes tiempo para pensar, uno no sabe qué decir o cómo explicarla a los demás sin que tú sientas que te la estás inventando, como personaje de otra obra y que tú solo te has equivocado de puerta. ●

La muerte de Auster nos la anunció y trató de hacerla literatura él mismo

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