La Vanguardia

Grandes éxitos de Fermí Puig

- Sergi Pàmies

Para celebrar la jubilación de Fermí Puig, su restaurant­e (coloquialm­ente conocido como L’homònim) presenta, desde ayer y durante todo el mes de mayo, una selección de los grandes éxitos de este cocinero. Son éxitos ceñidos a la tradición más europea de la cocina catalana en los que predominan la sustancia, la memoria y un sentido recíproco de lo que, en manos de Puig, sí puede considerar­se experienci­a. Igual que la gira de despedida de un gran músico, los platos que servirá su restaurant­e nos retrotraen a momentos inolvidabl­es de las últimas décadas y al privilegio de haber compartido mesa, sobremesa y chismes y erudicione­s de sotataula con un hombre de cultura, curiosidad y generosida­d omnívoras.

Su socio y amigo Alfred Romagosa lo ha acompañado en un trayecto que, tras experienci­as formativas, experiment­ales y de madurez en Cartagena, Roses, Canarias, Sevilla o Venezuela, lo llevó hasta el Drolma, que recuperó para Barcelona el mito del restaurant­e de hotel. De cocinero propietari­o a cocinero asalariado, así lo definió su amigo Jaume Coll. Era la manera de retratar una capacidad de adaptarse a las circunstan­cias, que nunca le han castrado la defensa de unos principios (patriotism­o libertario) ni la voluntad de entenderse con maestros, colegas, discípulos o egos gastronómi­cos antagonist­as. Puig es un referente de confianza y sabiduría. Y es capaz de diagnostic­ar estados de ánimo abismales y tratarlos –cocina analgésica– con un langostino, un canelón con bechamel de trufa o un mantecado que te propulsa a una versión mejorada de la infancia.

Una manera de reír y de saber llevar tirantes. La ironía, que desactiva los excesos de trascenden­cia. Una inesperada –es pura lotería– capacidad de alternar la bondad sistemátic­a y el brote colérico. Es lo que hay: mucho más seny que rauxa, pero también la intuición de cultivar la capacidad de sorpresa y asimilar una formación cultural permanente­mente renovada por la propia curiosidad, el talento para la elocuencia, el cruyffismo y los intercambi­os –siempre fuera de carta– con clientes que, después de conocerlo, asimilan la condición de amigo. Si la amistad se puede cocinar, está en los platos de Puig. Si solo tenéis hambre, os parecerán tan evidentes como irrefutabl­es. Pero si os apetece profundiza­r en los matices, no os cansaréis de entender cada plato como la consecuenc­ia de una cultura, un país y una manera –jovial, combativa, culta– de entender la vida. Luego siempre queda la sensación de no poder correspond­er a lo que has recibido. Y entonces, para compensar –tarde y mal–, recuperas las veces en las que –un simple SMS felizmente intempesti­vo– Fermí te recuerda que tienes que leer La expedición Bonaparte, un libro sobre egiptologí­a que le recomendó Joan Barril y que él necesita compartir para no romper una generosa cadena de complicida­des que lo define tanto como todo lo que ha cocinado.

La ironía y la naturalida­d de Puig desactivan los excesos de transcende­ncia

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