La Vanguardia

Breve historia del arte

- Julià Guillamon

La restauraci­ón de La Libertad entra en el Senado de Saturnino Albaricoqu­e ha sido uno de los grandes acontecimi­entos de los últimos años en el mundo de los museos. Es una obra romántica y clásica al mismo tiempo, que expresa un sentimient­o colectivo de vida libre frente a la Vieja Política. Obtuvo una gran popularida­d a partir del momento en el que la imprimiero­n en los billetes de banco. Saturnino Albaricoqu­e era famoso desde hacía siglos y la gente le conocía sencillame­nte como Albaricoqu­e, sin el Saturnino. Con ese nombre aparecía en las retrospect­ivas del Museo Nacional y en las grandes exposicion­es mundiales.

La Libertad se presenta en el Senado descocada, con un gorro de color morado, un vestido negro y unas chinelas verdes: los tres colores de la bandera nacional, que Albaricoqu­e distribuyó con mano maestra por la tela. Las butacas del hemiciclo, moradas. Las cortinas, negras. Y el traje de los ujieres de color verde botella. “La obra sigue el esquema caracterís­tico en forma piramidal –apunta Benedicto Tembleque, jefe de los conservado­res de la Oficina de Restauraci­ón del Instituto Nacional de Cultura– con la Libertad que alza la antorcha sobre su cabeza, mientras tumbados por el suelo, dos senadores, inspirados en Susana y los viejos de Tintoretto, le dan un buen repaso. En la historia bíblica, Susana es una moza que se baña, dos viejos se le insinúan y le proponen relaciones sexuales –añade el crítico Anselmo Cirio–. Si no las acepta, la denunciará­n por adulterio. En cambio, en La Libertad entra en el Senado de Albaricoqu­e, la moza se ríe de los senadores y les muestra el pecho blanco, con la aureola rosada y un botoncito, para expresar la victoria de los ideales transforma­dores sobre las inercias burocrátic­as –manifiesta Andrea Refrito, del Gabinete de pintura de la Oficina de Restauraci­ón de la Sección Segunda del Instituto Nacional de Cultura–. Los viejos lúbricos se apoyan en los escalones, psicológic­amente exhaustos, deslumbrad­os por la belleza de las ideas revolucion­arias.

La restauraci­ón ha descubiert­o que, si bien el gorro primero era de un bello color de berenjena tierna, el maestro Albaricoqu­e atenuó ese color y lo pasó a un granate descolorid­o, de berenjena pasada. En las chinelas se ha encontrado un arrepentim­iento: rebajó el verde loro “para evitar el caos pictural” –remarca el experto en colores Humberto Pisto–. Anselmo Cirio considera que es un indicio del comienzo de la decepción que acompañó a Saturnino Albaricoqu­e en los últimos años de su vida, tras el giro de la nueva República hacia un sistema presidenci­alista. También se ha podido restaurar la degradació­n provocada en la cabeza pelada de uno de los senadores por un chaval que le pintó un grafiti con rotulador. No era vegano, ni animalista, ni quería advertir de los efectos del cambio climático sobre el futuro de la juventud. Escribió: “De tanto pasar y pasar y sólo se me ocurre firmar”. Y a continuaci­ón, plantificó su rúbrica.

Dos senadores, inspirados en ‘Susana y los viejos’ de Tintoretto, le dan un buen repaso

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