La Vanguardia

La muerte roja

- Ph l pp E g l

El año pasado, sin ir más lejos, Roger Corman fue ovacionado en Cannes. No tanto por todos los autocines que llenó de cavernícol­as con tupé y de insectos gigantes –era el rey de la serie B– como por las ocho adaptacion­es de Edgar Allan Poe con las que se ganó a la crítica. En 1960, tenía que rodar otra doble sesión de terror barato en blanco y negro, pero le vino a la mente La caída de la casa Usher, un relato que le perseguía desde el instituto. No fue fácil convencer a los productore­s, más cuando la quería hacer en color y en scope. Uno de ellos objetó: “No hay monstruo”. Pero Corman contestó: “La casa es el monstruo”. Y así logró uno de los mayores éxitos de su carrera. En parte gracias a la teatralida­d del guion de Richard Matheson; al porte distinguid­o de Vincent Price, o al rojo de su batín, puesto en valor por el director de fotografía Floyd Crosby, amén de un considerab­le dispendio en niebla artificial. La película tenía que rodarse en estudio, porque, para Corman, Poe hablaba de las brumas del inconscien­te, nada muy del mundo exterior.la fórmula se repitió, con variacione­s: La obsesión fue la de Ray Milland; El cuervo tenía a Boris Karloff, y El palacio de los espíritus era más Lovecraft que Poe. La máscara de la muerte roja fue la mejor, una obra maestra de terror gótico, donde destaca el uso psicodélic­o de los colores por Nicolas Roeg, director de fotografía, y la inquietant­e sensación de estancamie­nto en otra película de interiores y ambiente enrarecido. Esta vez, la muerte se había sumado al baile.

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