La Vanguardia

Viajes más allá del viaje

La oftalmólog­a aprovecha vuelos largos para leer en el ipad

- Llucia Ramis

A Elena Barraquer le gusta tanto leer que no siempre puede permitírse­lo. Porque, si se engancha, no hace nada más. Es capaz de quedarse despierta hasta las tres de la madrugada (de lo que se arrepiente al día siguiente). Así que lo deja para el verano, cuando está de vacaciones. O para los viajes. Entre congresos y expedicion­es médicas, vuela al menos una vez al mes, y siempre son trayectos largos. Su primer viaje solidario fue con un equipo de oftalmólog­os de Washington. Al frente de la Fundación Barraquer, empezaron la cooperació­n en Senegal hace veinte años, y eso la encaminarí­a a crear la fundación que lleva su nombre en el 2017. El ipad es cómodo: le permite leer, escuchar música y consultar el correo; “lo de la luz azul no tiene fundamento”.

Solo guarda aquellos libros que tienen un significad­o, en una estantería diseñada por su amigo Javier Alcántara, encargado de la reforma del piso en el que ella vive desde que volvió a Barcelona, en el 2003. De madera, la estantería recorre una pared de la gran sala de estar y, separada por una puerta corredera, de la habitación de invitados, donde pone los álbumes de fotos desde que sus hijos – que se dedican a la música electrónic­a– ocuparon el cuarto de la tele. En los estantes los hay de los propios Stefano y Rodrigo, y del rey Felipe VI durante la entrega de un premio, y de un paciente de Bangladesh al que la doctora convence para que no se quite el vendaje tras una operación. También un cuadro de Perico Pastor, una Barbie oftalmólog­a que le regalaron, y arriba, best-sellers de cuando era adolescent­e, como Mila 18, de Leon Uris, o de Irving Wallace. Entonces siempre leía antes de dormir; por ejemplo, Éxodo, con 15 o 16 años, que incluía fotos de la película: “Había una de Paul Newman que estaba como un tren, y creo que soñaba con él”.

Ordena los libros por idiomas y por coleccione­s, como una de clásicos que le compró su abuela en el Círculo de Lectores, o los que más adelante adquiriría ella en librerías antiguas de Estados Unidos, donde pasó once años: Ivanhoe, Uncle’s Tom cabin, The Scapegoat, de Daphne du Maurier. Hizo la especialid­ad en Harvard y antes, el intership en Baltimore, donde todo el mundo lee The house of God, de Samuel Shem, sobre los médicos internos del hospital Beth Israel. Al acabar la carrera, compró una butaca en un anticuario de Maryland que, mientras vivía en Turín, tapizó con un estampado de Fornasetti lleno de libros.

Es la mayor de tres hermanos y la cuarta generación de oftalmólog­os. No recuerda el primer libro que compró, pero sí el primer disco: Help. Tenía 11 años. Le encanta la música de los setenta, que suena en la lista de Spotify en el quirófano y ella canturrea, lo que tranquiliz­a a sus pacientes.

Los fines de semana lee en el sofá junto al ventanal que da a la terraza. Es muy rápida y le gustan mucho las novelas, pero con la novela negra necesita un descanso porque pasa miedo; tiene la tentación de hacer lo mismo que Joey de Friends: meterlas en el congelador. Sobre todo con El silencio de los corderos, que da más miedo que la película. Una amiga portorriqu­eña de Miami le recomienda libros, y tenía pendiente uno que se descargó en el ipad. Decidió leerlo en un viaje a Nigeria. Era The girl with the louding voice. Descubrió que la autora, Abi Daré, era nigeriana y que la historia trataba sobre el lugar al que iba.

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Martí Gelabert Música. De la abuela conserva un bol en la mesa con libros de arte –de Elisa Arimany, Joan Colom, Ràfols-casamada– o biografías de los Rolling y los Beatles. Y uno de enfermedad­es oculares.
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Marti Gelabert
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