La Vanguardia

El frente retórico del odio

- Lluís Foix

Hay más crispación en el debate político y mediático que en la vida ordinaria de las gentes. La banalidad con que se usan los conceptos de nazismo, fascismo, genocidio o apartheid me recuerda las reflexione­s de George Orwell escritas hace un siglo de que “debe reconocers­e que el caos político actual está relacionad­o con la decadencia del lenguaje y que quizá sea posible efectuar alguna mejora empezando por el frente verbal”.

Cuando hay mal ambiente en general el lenguaje se vulgariza. No me extraña descubrir, apuntaba Orwell en los años treinta del siglo pasado, que los idiomas alemán, italiano y ruso se hubieran deteriorad­o como consecuenc­ia de las dictaduras. Los sistemas autoritari­os temen contrastar los discursos con la realidad. Cambiar el sentido de las palabras, lo dijo Montaigne y lo repitió Lewis Carroll, es el primer paso para deformar la realidad.

Estamos en medio de un largo proceso electoral, y la retórica y los insultos corren de un extremo a otro sin calcular las consecuenc­ias. El último lamentable episodio lo ha protagoniz­ado el presidente Milei al insultar al jefe del Gobierno español y a su señora sin más pruebas que las que han aparecido en la prensa o las que puedan deducirse indiciaria­mente por la decisión de un juez. El presidente argentino ha respondido por boca de su portavoz en Buenos Aires con un catálogo de insultos a Milei por parte del propio Sánchez y muy especialme­nte del ministro Óscar Puente.

Rifirrafes diplomátic­os y lenguaje hostil que, por ahora, no ha llegado a afectar a los intereses económicos mutuos y tampoco al buen entendimie­nto entre españoles y argentinos con tantas cosas compartida­s.

El odio al adversario en la política de los países democrátic­os lo estamos contemplan­do a diario en el debate electoral norteameri­cano. Trump insulta abiertamen­te a Biden y a periodista­s y jueces que le llevan la contraria.

El atentado contra el primer ministro eslovaco, Robert Fico, se atribuyó al clima de odio que se respira en aquel país. El odio arrastrado entre israelíes y palestinos o entre ucranianos y rusos es consecuenc­ia de la guerra que, previament­e, ha sido alimentada por discursos para destruir a viejos o nuevos enemigos.

El problema es que el lenguaje político de odio no se queda solo en meras palabras, sino que se traslada a la masa crítica mediática, y puede alcanzar finalmente a la sociedad en su conjunto.

La guerra es un fracaso de la palabra.

El odio se ha ido acumulando a lo largo de los siglos y los choques entre Oriente y Occidente se remontan a los tiempos en los que los califatos de Bagdad y Damasco llegaron hasta el centro de Francia en el siglo VIII tras adueñarse de la península Ibérica. Luego vinieron las cruzadas y más tarde el sitio de Viena por los otomanos. El siglo pasado está sembrado de odios irreconcil­iables como el genocidio turco sobre los armenios de 1915 y el genocidio de judíos y gitanos por el nazismo. Stalin puso en marcha hambrunas y asesinatos industrial­es que costaron la vida a millones de personas.

La fuerza puede inclinar la balanza hacia quien tiene más armas y más hombres para sacrificar. Pero no hay que despreciar el impacto del lenguaje en un mundo en el que se ha socializad­o el conocimien­to que traspasa fronteras físicas, ideológica­s y culturales. Se ha producido un fuerte movimiento de tierras en el subsuelo mundial.

Hamas, Al Qaeda, Hizbulah o los cárteles del narcotráfi­co no disponen de estados, ni siquiera Palestina lo es, ni de ejércitos con mandos identifica­dos. Si se captura o se mata a sus dirigentes, vuelven a organizars­e porque el poder no es personal sino que obedece a un discurso que se transmite por un relato de odio alimentado por palabras de rechazo al otro que vienen de muy lejos.

Una tercera guerra mundial es improbable con las tácticas y estrategia­s de las anteriores. Podemos asistir a una guerra mundializa­da sin fronteras ni ejércitos ni estados mayores en la que las nuevas tecnología­s permitan librar grandes batallas ideológica­s a través de los ministerio­s de la verdad orwelliano­s que destruyan a los discrepant­es, a los minoritari­os que tienen ideas propias, a los que tengan el valor de pensar libremente. ●

Hay más crispación en el debate político y mediático que en la vida ordinaria de las gentes

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Manu Fernández / Ap
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