De la Isleta del Moro a Los Escullos
Llovía. Cogí el paraguas y me di un paseo por La Isleta. Las luces de navidad estaban encendidas. El agua corría por la rambla asfaltada en medio del pueblo, y me acerqué a su desembocadura, delante del embarcadero.
La habitación de la pensión me enamoró desde el principio. Imagino que también al poeta Javier Egea. Hay una placa en la plazoleta de al lado, en la que reza que allí escribió uno de sus poemarios. La panorámica es tremenda. Para pasarse la vida entera. Qué más se puede pedir. Me gusta tener una habitación. Llegué a esa conclusión. Solo una habitación y un balcón al mar.
Hice excursiones. Por la mañana disfruté de la Cala del Toro. Caminé por una vereda, primero atravesando un palmeral y luego, ya en la bajada, un pinar mágico y sinuoso.
Por la tarde divagué en dirección contraria, buscando un lugar donde pudiera contemplar la puesta de sol, y al final encontré el sendero de Los Escullos. Cerca de la orilla hay una barca volcada, pintada de grafitis, pero yo me dirigí a la izquierda, a un extremo de la Playa del Arco, una especie de duna fosilizada amarilla, que luego al mirarla vi que tenía forma de pato o de delfín, con la cabeza y el pico adentrándose en el mar.
Ese lugar se convirtió en un referente porque al día siguiente, cuando el tiempo mejoró, quise visitarlo con la idea de bañarme al mediodía, sin embargo, era domingo y no paraba de pasar gente. Esperé sentada a que se hicieran fotografías encima de la duna y, de pronto, me levanté y me dije antes de irme, voy a ver lo que hay detrás, y descubrí una pequeña cala, preciosa y pedregosa.
Me bañé en sus aguas cristalinas, y debajo del agua repetí mentalmente, te quiero mi vida, te amo mi amor. Es mi mantra de amor a la vida. Quizá por eso sea tan primordial para mí ese estado de conciencia.