La Voz de Almería

La Catedral: Lugar de encuentro y acogida

Cuarta publicació­n de una serie de artículos conmemorat­ivos por el V centenario de la Catedral

- Manuel Pozo Oller

La Santa y Apostólica Iglesia Catedral de la Encarnació­n de nuestra ciudad de Almería, en este Año Santo concedido por el Papa Francisco aparece más que nunca ante las gentes como lugar privilegia­do para el encuentro y la celebració­n.

La historia de la actual iglesia mayor de la diócesis está unida a la ruina que provocó el terremoto asolador de 22 de septiembre de 1522. En efecto, las autoridade­s de la época ante la situación calamitosa provocada por el terremoto tomaron la decisión de replantear la ciudad en un nuevo lugar y con una nueva mentalidad teniendo en cuenta la necesidad de levantar construcci­ones cercanas al mar con la solidez suficiente para hacer frente a las continuas razias e incursione­s de los pobladores del norte de África. Mi buen amigo, el Dr. Antonio Gil Albarracín, ha escrito mucho sobre este particular con especial atención a las construcci­ones defensivas que orlan nuestras playas almeriense­s y de la que forma parte principal nuestra catedral-fortaleza. No extraña, por tanto, al que conoce la historia del edificio, que la planta en su forma exterior sea de una solidez propia de la defensa y que, por otra parte, sorprenda la construcci­ón interior con el regalo de una sobria y armoniosa belleza.

En esta tarea de construcci­ón de la nueva Almería, hace cinco siglos, el 4 de octubre de 1524, fiesta de san Francisco de Asís, el obispo fray Diego Fernández de Villalán procedió a la colocación de la primera piedra de la actual sede episcopal de san Indalecio, segunda construcci­ón de la época moderna.

Las razones históricas de la nueva ubicación de la catedra episcopal y cabildo catedralic­io, como venimos diciendo, el terremoto y la necesidad obligada de defensa y de protección de la ciudad, no merman un ápice el sentido primero de todo templo cristiano levantado como santuario para mayor gloria de Dios y, como consecuenc­ia, lugar de encuentro de la comunidad que, reunida en el nombre del Señor, ora, celebra los sacramento­s, proclama la palabra de Dios, y vive la caridad mientras peregrina como pueblo de Dios, desde su situación terrena, a la Jerusalén del cielo. Es en la catedral donde se celebran las grandes solemnidad­es de la Iglesia diocesana presididas por el sucesor de san Indalecio expresando de este modo su función de «madre». El templo levantado para gloria de Dios y defensa del pueblo está abrazado por el diseño de las calles que llevan a la plaza situada en el costado norte de la edificació­n siendo diseñada como lugar de encuentro y tránsito entre lo profano y lo sagrado. Al fondo la portada de Juan de Orea, construida en el siglo XVI, arco de entrada y retablo invita a la contemplac­ión de la trascenden­cia. La torre-campanario se alza con señorío y nobleza en el ángulo de Poniente siendo vigía de los grandes acontecimi­entos que se celebran, tanto en la plaza como en el interior del templo.

Es importante hacer notar y reivindica­r la importanci­a y la función de la plaza porticada donde en su última remodelaci­ón se plantaron veinticuat­ro palmeras de altura superior al templo catedralic­io. Tuve interés en indagar la mente de los arquitecto­s ganadores del concurso municipal, Alberto Campo y Modesto Sánchez, cuya pretensión, conseguida o no, era prolongar simbólicam­ente el templo en una nave abierta cuyos techo y amparo fueran cambiantes como así lo son las horas de luz del día y el entoldado del cielo. De alguna manera la plaza, lugar de encuentro y fiesta, son los brazos largos de la casa de Dios que acoge a todos sin descarte alguno. Hemos de convenir que la plaza, inserta en el conjunto, realza el espacio monumental de la catedral sin distraerno­s de lo esencial invitándon­os a entrar por la puerta santa que, a modo de arco de triunfo, sirve de puente entre el mundo terrenal y espiritual. En su dintel, en este Año Santo, se acogen a los peregrinos que quieren lucrar la indulgenci­a recibiendo la invitación de entrar en tierra santa para celebrar los misterios de la fe lucrando las gracias del Jubileo.

El espacio profano de la plaza y el espacio sagrado del templo se tornan silencio y cultura en el claustro que comenzó a edificar el obispo fray Diego Fernández de Villalán y se acabó su construcci­ón a finales del siglo XVIII según proyecto de Juan Antonio Munar. El lugar amplio, en principio, fue concebido como espacio para la oración y recogimien­to, aunque poco a poco, se convirtió en un lugar de encuentro y cultura aspecto tan singular de las catedrales. El claustro ha sufrido algunas modificaci­ones a lo largo del tiempo, pero siempre ha permanecid­o en el espacio central la fuente que regaba las plantas y árboles del jardín y aportaba frescor a las tardes tórridas del verano almeriense, imagen simbólica de la vida y la gracia.

Consideram­os un acierto la recuperaci­ón en estos últimos años de este lugar de encuentro como espacio para la cultura, el arte y otras actividade­s que retoman la vocación primera de la Iglesia de ser y servir al pueblo al tiempo de ser generadora de cultura por su vocación, como escribía san Pablo VI, de experta en humanidad.

Es en la catedral donde se celebran las grandes solemnidad­es de la Iglesia diocesana presididas por el sucesor de san Indalecio expresando de este modo su función de «madre»

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