La Voz de Almería

El niño de la carretera de Málaga

Antonio Barroso llegó con siete años a Almería huyendo de las bombas fascistas Su vida estuvo marcada por la profunda e imborrable huella que le dejó el exilio

- Eduardo de Vicente epino@lavozdealm­eria.com

El domingo siete de febrero de 1937 miles de malagueños huyeron de su ciudad, que estaba siendo ocupada por las legiones de soldados italianos y alemanes y por los moros del Tercio Extranjero. No tenían otra salida que el camino de Almería, una estrecha carretera bordeando la costa, un largo trayecto de cinco días y cinco noches andando para intentar poner la vida a salvo.

Una de aquellas víctimas fue Antonio Barroso Rubio. Solo tenía siete años cuando lo sacaron del colegio y lo metieron en un coche junto a cinco niños más. Había perdido a su madre en el parto y a su padre se lo habían llevado al frente. Vivía refugiado en un centro de acogida de la República, que tuvo que ser desalojado cuando las tropas fascistas bombardear­on Málaga. Sólo tenía siete años, pero aquellas escenas de lucha por la superviven­cia donde la muerte asomaba sus zarpas en cada cuneta quedaron grabadas para siempre en su memoria, protegidas del paso del tiempo y del óxido del olvido. Él nunca olvidó el lento viaje del exilio en el asiento trasero de un Ford negro conducido por un carabinero. El coche se iba abriendo paso con dificultad entre la muchedumbr­e asustada; familias enteras con la casa a cuestas y sin nada que comer peregrinan­do sin rumbo cierto, con los pies destrozado­s del camino y con los ojos mirando al cielo temiendo que un avión los sepultara en medio de un acantilado. Tardaron más de ocho horas en llegar a Almería. El coche fue ametrallad­o desde una avioneta a la altura de Torre del Mar y tuvieron que protegerse durante una hora debajo de un puente. Antonio Barroso sufrió heridas de metralla en una pierna que le impidieron andar durante varias semanas.

Cuando por fin llegaron a Almería empezaba a anochecer. El coche en el que viajaban hizo un alto en un control policial que había frente a la Venta Eritaña y continuó el viaje hasta Pechina. Les dieron órdenes tajantes de no detenerse en la ciudad, que empezaba a sufrir aquel río interminab­le de exiliados que pedía refugio calle por calle, casa por casa.

Antonio contaba que tenía presentes aquellos momentos como si los estuviera viendo en una película, aquel anochecer frío de invierno, medio desnudo, con el estómago vacío, la pierna ensangrent­ada y el desaliento del que deja atrás sus raices. Su destino fue el Cortijo Azul, un edificio que fue rehabilita­do como hospicio durante los años de la guerra civil. Allí permaneció dos años pasando calamidade­s. Era un caserón soleado, rodeado de campo, donde sobraba el aire puro y el sol y escaseaba la comida. Les deban un trozo de pan duro y una taza de leche o de caldo para comer y así pasaban el día, esperando el milagro del camión de provisione­s que muy de vez en cuando paraba delante del portón para dejarles unos kilos de carne con los que poder engordar el puchero.

En una habitación de veinte metros dormían cincuenta niños apiñados en literas y en los colchones que tiraban en el suelo. Las condicione­s higiénicas eran lamentable­s. Para lavarse tenían que salir al patio y echarse cubos de agua fría por temor a ser invadidos por los parásitos. Muchos de aquellos niños que compartier­on el hospicio con él fueron enviados a Rusia. Antonio se libró por esa herida de metralla que sufría en una pierna.

Al terminar la guerra Antonio Barroso fue trasladado al Hospital Provincial, donde pasó varios meses al amparo de las Hermanas de la Caridad. Llegó muy debilitado por el hambre y por la enfermedad. La mayoría de los niños ingresados allí sufría problemas respirator­ios y tenía dificultad­es para ver por culpa del tracoma. Las monjas le curaron las heridas y junto a ellas aprendió a leer y a escribir. Fueron su única familia hasta que cumplió trece años y se marchó a trabajar con un cortijero de Níjar que le ofreció la posibilida­d de ganarse un sueldo diario pastoreand­o ovejas. Fue una larga experienci­a de doce años por las desgastada­s sierra nijareñas, donde se fue haciendo un hombre en compañía de su rebaño y de dos perros.

En 1950 decidió cambiar de rumbo. Dejó el ganado y se vino a la ciudad a trabajar de jornalero en el cortijo de Baeza, en plena rambla de Belén, enfrente de los polvorines. Le daban una peseta diaria, comida y cama. Estuvo doce meses trabajando la tierra hasta que al cumplir los veintiún año se fue a la Legión. Su destino fue el Batallón Disciplina­rio de Melilla, aunque la mayor parte del tiempo se lo pasó en uno de los destacamen­tos que el ejército español tenía en pleno desierto del Sáhara.

La vida de Antonio Barroso ha tenido argumentos suficiente­s para haber escrito el guión de una película. Conoció el vacío que deja en el alma de un niño la orfandad, el dolor del destierro, el hambre, la lucha por la superviven­cia y resistió las pruebas más duras que en su camino le fue poniendo el destino.

 ?? ?? Antonio Barroso Rubio llegó de Málaga en 1937 y se quedó para siempre en Almería. La soledad del destierro la llevó grabada siempre en el alma.
Antonio Barroso Rubio llegó de Málaga en 1937 y se quedó para siempre en Almería. La soledad del destierro la llevó grabada siempre en el alma.
 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain