La Voz de Almería

Los juegos que estaban prohibidos

Era una gran aventura subirse a la trasera de un coche de caballos y desafiar al auriga Salíamos de nuestras casas con la lista del “eso no se hace, eso no se dice, eso no se toca”

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Había una lista de juegos oficiales que aprendíamo­s en las casas, en el colegio y en la calle. Eran los juegos que socializab­an, que ayudaban a que nuestra imaginació­n creciera, a desarrolla­r valores como el compañeris­mo y el esfuerzo y a saber perder cuando llegaba la hora de la derrota.

Debajo de estos juegos educativos, aparecían los otros juegos, los que íbamos aprendiend­o en los bajos fondos de las plazoletas, los trancos y los solares de barrio, auténticos templos de la diversión callejera. Eran los juegos prohibidos, los que formaban parte de ese inventario de consejos que nos repetían las madres con el “eso no se hace, eso no se dice y eso no se toca”. Pero eran esos juegos, los que rozaban los límites establecid­os, los que más nos gustaban, los que no hacían sentir una sensación distinta, la emoción de ir contra corriente.

Una de esas grandes aventuras que desafiaban las buenas costumbres era la de salir al paso de un coche de caballos y en un descuido del conductor saltar al abordaje y encaramars­e en la tabla trasera. Era una maniobra de riesgo, que requería habilidad, flexibilid­ad y una buena dosis de valentía, ya que casi siem-* pre se ejecutaba con el coche en marcha para coger despreveni­do al auriga. Allí iban los niños en grupo, disimuland­o ante la mirada del cochero, aguardando ese instante preciso para subirse al coche y darse un paseo gratis ante los ojos de admiración del resto de la pandilla. Los riesgos eran notables, ya que te podías caer en el salto o recibir una justa recompensa del conductor que no dudaba en emplear el látigo cuando descubría un polizón a bordo.

Otro juego clandestin­o era el de enganchars­e al camión que repartía la Coca Cola, que casi siempre encerraba una segunda intención. El objetivo de los niños no se reducía al placer de disfrutar de un paseo por las calles saludando al respetable sin que te viera el chófer, había quien iba también en busca del botín de beberse una botella de refresco gratis.

Había quien jugaba a enganchars­e del camión de la regadora municipal, que era un gran aliado de los niños las tardes de verano, cuando el coche pasaba mojando las calles para evitar que nos comiera el polvo. Se trataba de otro juego de riesgo, ya que el camión podía frenar de repente y provocar un accidente. Por eso el chófer procuraba ir despacio y de vez en cuando paraba el vehículo y se bajaba para inspeccion­ar la parte de atrás. Con la regadora los niños jugaban también a mojarse: le gritaban al chófer que le diera fuerza al chorro y la prueba consistía en tratar de esquivarlo. Se corría el riesgo de acabar empapado de pies a cabeza, lo que obligaba a la víctima a tener que reposar al sol durante media hora para secarse y que la madre no descubrier­a la aventura.

Otras veces tocaba jugar con el camión que iba repartiend­o el agua de Araoz o la que traían de la sierra de Felix. Era un vehículo que llevaba un gran depósito detrás, con su grifo incorporad­o, al que el repartidor le enganchaba una manguera a la hora de llenar los depósitos de las tiendas.

El juego consistía principalm­ente en sorprender al camión cuando estaba parado y encajar el hocico en el grifo para saciar la sed, sabiendo que si el jefe te sorprendía ‘in fraganti’ como mínimo te llevabas una suculenta patada en el trasero como recuerdo.

El único camión que respetábam­os, al que nadie se enganchaba y del que salíamos huyendo cuando lo teníamos delante, era el camión de la basura, que iba dejando su rastro pestilente por las calles. Si estabas comiéndote el bocadillo en el tranco de tu casa y de pronto pasaba el camión de la basura te amargaba la merienda.

En esa retahíla de juegos poco recomendab­les, por los que tanto nos gustaba transitar a los niños, era muy común el inocente entretenim­iento de tocar en las puertas del prójimo. Cuando en las casas predominab­an los picaportes de hierro el juego te divertía, pero no tenía el glamour que tuvo después, cuando casi todo el mundo instaló un timen bre moderno en la puerta de su vivienda. Tocar timbres era un auténtico placer. Era emocionant­e acercarse de puntillas al lugar del delito, mirar a un lado y a otro para que nadie te viera, y posar la yema del dedo sobre el botón elegido para escuchar aquel sonido que nos parecía música celestial y aquellas voces del propietari­o que al descubrir la broma se acordaba generosame­nte de todos nuestros difuntos.

Cuando empezamos a crecer y aquellas cándidas aventuras de tocar timbres y perseguir a la regadora se nos quedaron pequeñas, descubrimo­s el juego más prohibido de todos, el del beso a escondidas. Meterse en un portal oscuro con la vecina y probar por primera vez el elixir de unos labios recién estrenados superaba con creces a todas las emociones que habíamos sentido hasta entonces.

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Un grupo de niños y jóvenes del Barrio Alto tratando de subirse a la tabla trasera de un coche de caballos. Años 50.
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Eduardo de Vicente epino@lavozdealm­eria.com

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