La Voz de Almería

Historia de un hijo del estraperlo

● En la posguerra, José Cantón se hizo una bici con despojos para ir a Rioja a por comida ● Cuando se quedó huérfano de padre la familia tuvo que montar una venta en Los Molinos

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Su familia venía de las Salinas de Cabo de Gata, donde estuvo destinado su padre. José Cantón nació en 1928 cuando ya se habían trasladado a la capital para trabajar en el embarcader­o de mineral. De niño aprendió las primeras letras con las monjas de San Vicente de Paúl en la escuela del manicomio. Una de sus maestras fue la directora, Sor Petra Romarategu­i, fundadora del colegio donde iban todos los niños del barrio antes de ponerse a trabajar.

Le tocó vivir una infancia dura, marcada por los tres años de la guerra civil, y una adolescenc­ia más cruda todavía porque la escasez de alimentos y el hambre hizo tanto daño como las bombas. De aquellos días de miedo recordaba que su padre siempre le advertía que se acostara con las sandalias puestas para salir corriendo hacia el refugio cuando tocara la sirena.

La situación familiar se complicó tras las prematura muerte de su padre en 1945. Eran los tiempos más severos de la posguerra, cuando faltaba la comida y el carbón, cuando la gente se tenía que enganchar al estraperlo para poder alimentar a sus familias. Su madre, Trinidad Gallardo, conocida en el lugar con el apodo de ‘la Cantona’, tuvo que montar una pequeña venta en la calle Cómico del barrio de Los Molinos, uno de aquellas bodegas de subsistenc­ia que sobrevivie­ron gracias al género que conseguían en el mercado negro. Cuando en Almería no había forma de conseguir el vino y los alimentos a un precio razonable, hacían incursione­s a Guadix y se venían cargados cruzando ramblas, cerros y los caminos despoblado­s.

José, que era un muchacho de dieciséis años, le echaba una mano a su madre en el negocio. Como era un joven habilidoso para el trabajo manual, dotado para la mecánica, él mismo se fue fabricando una bicicleta con los despojos que encontraba en las chatarrerí­as. En unas semanas se montó una bici de carreras con la que llegaba hasta Rioja para traerse comida de estraperlo. Él contaba que en alguna de aquellas peligrosas escaramuza­s con la bicicleta llegó a correr más que la pareja de la Guardia Civil. En esos días de precarieda­d, José, con su amigo Plácido, frecuentab­an los comedores sociales de Auxilio Social.

Cuando en 1945 murió su padre, José Cantón era un muchacho de dieciséis años que ayudaba a su madre en la venta que tenían en Los Molinos. Como el negocio sólo daba para sobrevivir, el joven se buscaba la vida en los comedores de Auxilio Social, donde acudía con su amigo Plácido para asegurarse un plato de comida caliente. Un día descubrier­on que eran mayores de la edad permitida y les dijeron que por allí no apareciera­n más. La necesidad le empujó a trabajar en lo todo lo que le iba saliendo. Su primer oficio fue en un taller de cerrajería donde fue aprendiend­o la profesión hasta que un torno le quebró dos dedos; uno se lo tuvieron que cortar por la mitad y el otro se le quedó doblado de por vida.

A pesar de esta deficienci­a física se pudo dedicar a la mecánica, para la que tenía una habilidad especial. Con cuatro hierros se montaba una bicicleta, y sin más escuela que su intuición arreglaba una motociclet­a o ponía en marcha un motor. Estuvo empleado un tiempo en el taller de vehículos de la comandanci­a de la Guardia Civil, fue administra­tivo en las oficinas de la prestigios­a fábrica de muebles ‘La Valenciana’ y trabajó como obrero en la construcci­ón del edificio de la Bola Azul. Eran tiempos complicado­s donde los jóvenes tenían que aprovechar cualquier oportunida­d para ganarse unos duros. José Cantón iba trabajando aquí y allá, en todo lo que lo llamaban.

Formó parte del grupo de empleados del tejar de Vicente Ferrete, una importante fábrica de tejas que estaba situada en la Vega de Acá, detrás de la casa de los Jesuitas. Allí estuvo durante más de veinte años y acabó como encargado.

El hijo de Trinidad ‘la Cantona’ no paró de trabajar en su vida, aunque su gran pasión fue el fútbol. Como a muchos jóvenes de la generación de la posguerra, el fútbol le sirvió de válvula de escape, de gran distracció­n que le hizo la vida más agradable. Se hizo futbolista corriendo descalzo por la playa con el balón en los pies, y sufriendo la dureza de aquellos campos de la época donde en cualquier caída se dejaban pegada el alma en la tierra. Después se hizo entrenador de modestos equipos de barrio como el Canario o el Ibiza, y nunca dejó de ser un gran aficionado mientras que estuvo vivo.

José Cantón compartía también con los muchachos de su época la devoción por el Athletic de Bilbao, que fue el equipo favorito de los adolecente­s de barrio. A ellos les tocó escuchar por la radio los goles de Zarra, Panizo y Gainza, y siempre le fueron fieles al club de San Mamés.

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José Cantón Gallardo, en el centro de la imagen, cuando trabajaba en una fábrica de hacer tejas que había en la Vega de Acá, en el entorno del Cortijo Grande.
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Eduardo de Vicente epino@lavozdealm­eria.com

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