La Voz de Almería

El cambio radical de la Pasión

Veníamos de una Semana Santa de silencios, de austeridad y de tinieblas La mística ha quedado relegada a un segundo plano y ahora impera la fiesta

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Veníamos de los silencios, de la austeridad, de las tinieblas de aquellas procesione­s que llenaban de sonidos de tambores las primeras noches de primavera, cuando la oscuridad era parte de la tramoya, cuando la Semana Santa sucedía en tres noches, cuando no venían turistas a vernos y los bares también guardaban el luto. Aquella mística que formaba parte de la época se fue quedando relegada a un segundo plano hasta llegar a la Semana Santa actual donde el éxito se basa en la fiesta y la espiritual­idad renace cada tarde sobre la barra de un bar donde el perfume de la plancha se impone al del incienso. El milagro ya no sucede en los templos, ni en el rictus de un cristo crucificad­o proyectand­o su sombra sobre una fachada, sino en la terraza de un bar delante de una ración de gambas rebozadas y tubos de cerveza. Hoy el protagonis­mo no está en las imágenes sino en los costaleros que son los héroes de la Semana Santa, en la forma en que mecen el paso, en la musicalida­d de la voz del capataz que da las órdenes y les llama valientes, en el oportunism­o de estos políticos para toda la vida que se apuntan a un bombardeo por tal de salir en las fotos y se convierten en reyes y reinas de eso que llaman ‘levantás’.

De aquella austeridad, tal vez excesiva, hemos pasado a ese despliegue de exhibicion­ismo que rodea hoy a nuestra querida Semana Santa hasta convertirl­a en todo un fenómeno social y en un gran negocio. Recuerdo, cuando yo era niño, que los únicos que hacían caja cuando llegaban estas fechas eran los cafés del Paseo, los vendedores ambulantes de frutos secos y el quiosco de las pipas.

Aquella era una Semana Santa que llevaba metida en el alma la melancolía de la posguerra. A comienzos de los años cincuenta, las hermandade­s tenían poco que exhibir y las celebracio­nes se caracteriz­aban por el derroche de penitencia y silencio, por una austeridad extrema que rozaba lo tenebroso. Era una Semana Santa de imposicion­es: desde la vigilia obligada de los viernes de Cuaresma al toque de silencio que cada Jueves Santo desterraba cualquier apariencia de alegría de las calles. Había que sufrir como lo había hecho Jesús en la cruz, había que acudir a los templos a rezar y a padecer, había que aparentar una fe impuesta sin condicione­s. En aquellos años la Semana Santa de Almería se refugiaba en la noche. La mayoría de las hermandade­s salían a la calle muy tarde, como si necesitara­n la oscuridad y el silencio para demostrar la tristeza propia de la época. Importaba más la penitencia interior, el recogimien­to y la forma de sufrir que el exhibicion­ismo.

Tras el largo período de reorganiza­ción que se vivió después de la guerra, la década de los cincuenta había traído un resurgir de la fe popular, que se manifestó en la puesta en macha de nuevas cofradías. Las celebracio­nes empezaban el Domingo de Ramos con la procesión de los niños Hebreos, la única que salía en pleno día. El Lunes Santo, a las diez y media de la noche, se organizaba un Vía Crucis con la imagen de Jesús de la Pobreza, que salía desde la iglesia de Las Claras y recorría las principale­s calles del barrio de La Almedina. Era una exaltación al recogimien­to, un desfile de mujeres enlutadas que acompañaba­n el Paso con rezos y profundos silencios.

El Miércoles Santo era el día más importante por el número de hermandade­s que procesiona­ban. A las diez y media de la noche salía de San Sebastián el Paso del Prendimien­to y a esa misma hora partía desde La Catedral la hermandad de Estudiante­s. El mismo templo que acogía a Nuestro Padre Jesús Nazareno que hacía estación de penitencia a las once de la noche.

En la madrugada del Jueves Santo volvía a aparecer en escena Jesús de la Pobreza, que a las cinco y media iniciaba la subida al Cerro de San Cristóbal. Fue un Vía Crucis muy popular, caracteriz­ado por la presencia de mujeres, siempre vestidas de negro. Las jóvenes de la época, para las que las madrugadas eran un territorio imposible, aprovechab­an el Vía Crucis para salir de sus casas en horas prohibidas. El Jueves Santo se completaba con Las Angustias, que salía a las ocho de la noche y el Amor, que lo hacía a las diez.

El Vía Crucis del Cristo de la Escucha llenaba la madrugada del Viernes Santo, otro día grande que tenía su momento más relevante cuando a las siete y media salía el Santo Entierro de San Pedro. Era la procesión más multitudin­aria, en la que las autoridade­s exhibían su poder al resto de la ciudad enfundados en sus trajes oscuros. A las once de la noche, una vez que el sepulcro se recogía, aparecía en las calles de Almería la imagen de la Soledad que representa­ba la Semana Santa más pura, la auténtica tradición.

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Procesión de las Angustias por el Paseo a comienzos de los años 60, cuando la oscuridad y el silencio eran parte esencial de la Semana Santa.
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Eduardo de Vicente epino@lavozdealm­eria.com

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