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Nunca te habían contado el maltrato así
Todavía hoy se editan muchos más libros escritos por hombres que por mujeres, quizá por eso la literatura nunca ha prestado demasiada atención a la violencia machista. La perspectiva cambia cuando la voz que cuenta es la de ella
Cuando Dulce Chacón (Zafra, 1954 - Brunete, 2003) se sentó frente al folio en blanco que acabaría convirtiéndose el arranque de Algún amor que
no mate, publicada en 1996, lo que tenía en mente era escribir sobre las relaciones de pareja. Había hablado con mujeres cercanas a ella, con muchas, y dispuesta a ponerse a tirar del carrete se sorprendió identificando la dominación en suficientes relatos como para que la que sería su primera novela diese un giro, si no de 180 grados, sí de 90. Parió así una historia sobre un mal que ya entonces era endémico y que, 12 años después, sigue siéndolo sin atisbo de optimismo, un texto que pivota directamente sobre un tipo femenino común —el de la mujer que de tanto que vive entregada a sus seres más cercanos acaba perdiendo la conciencia de sí misma— y que seis años más tarde acabaría adaptando al teatro, convencida de que la alarma llegaba con retraso.
De su novela dijo el escritor portugués José Saramago, al poco de ver la luz, que era una «obra profundamente dramática, muy triste», una cónica «cruel» de tres tragedias: la de una pareja, la de ella y la de él. La propia autora le dio la razón. Reconoció la intencionada devastación en su escritura, su pretensión de remover conciencias: había concebido muy conscientemente un libro contra las parejas convencionales, «contra las personas que se destruyen a sí mismas pensando que con eso van a recibir algo del otro».
Con Prudencia, su protagonista, dio voz a las mujeres que sufren, a las que desde siempre han padecido puertas adentro una violencia muy poco y, sobre todo, muy mal estampada en la literatura: sí, Desdémona muere en Otelo a manos de su esposo y las hijas del Cid acaban siendo apaleadas y abandonadas en pleno bosque por sus respectivos maridos, también en Lolita hay agresividad contra esa niña de «hombros frágiles y color de miel» y sobran en las bibliotecas argumentos que plantean casos a resolver de mujeres violadas y, después, brutalmente asesinadas, pero la cosa cambia cuando la voz que expone es femenina, cuando la versión es la otra. Perspectiva distinta, piel propia. Cambio de plano.
De momento, la balanza sigue desequilibrada: todavía se editan muchos más libros firmados por hombres que por mujeres y, según un estudio reciente del Queens College, los ejemplares escritos por ellas se despachan —bochornoso dato— a un precio inferior que los que publican ellos. Así que con tan desnivelado reparto, la violencia de género está lejos de considerarse un tema literario, pero empieza, eso sí, a tomar posiciones.
OTRAS FORMAS DE VIOLENCIA
Hay movimiento —ajetreo especialmente en América Latina— y hay esfuerzos por dar la batalla en todos los géneros: narrativa, poesía, ensayo y hasta cómic. Expertos en feminismos deslizan también un interesante apunte: lo poliédrico del asunto, sus múltiples caras, no solo la evidente agresión explícita como trama, tanto física como psicológica, también el acoso, el hostigamiento verbal, la violencia laboral, la doméstica y la simbólica, ejercida a través de patrones estereotipados, de mensajes y de valores que reproducen relaciones de desigualdad y discriminación.
El maltrato se puede contar de múltiples formas y hay múltiples maltratos que contar y que, de hecho, con cautela por lo íntimo del tema, ya se están contando. Existe bibliografía extensa de no ficción que investiga, analiza y reflexiona sobre la violencia contra las mujeres, pero también poesía salvaje capaz de transmitir lo macizo de un bofetón y pesadillas ilustradas que funcionan como instrumento, hasta como arma, que como la novela de Dulce Chacón, de tanto apretar la garganta, asfixian. Al soltar, al aflojar, el lector sentirá la necesidad de gritar, todos sus esquemas rotos.
EL MIEDO
«Lo peor de todo aquello, más que la violencia, era el miedo, el terror. El pánico atroz al sonido de la puerta de casa, el miedo a los gritos, a las peleas, al dolor físico, al filo de los cristales rotos, el miedo al desamparo, ese miedo que aún a día de hoy sigue conmigo. Porque, al final, el miedo es un animal venenoso muy pequeño, pero que proyecta una sombra muy grande». Rebeca Khamlichi tiene hoy 30 años y se gana la vida pintando vírgenes kitschs de color rosa chicle en el corazón de Madrid, en una terraza con vistas a Lavapiés. Tras su descomunal sonrisa y su sobredosis de alboroto disimula, sin embargo, un drama enquistado que confesó hace solo unos meses, cuando finiquitó y publicó Las hijas de Antonio López.
Es este un retrato ilustrado de su infancia y la de su hermana — gritos, insultos, castigos, golpes y pánico; el monstruo de la violencia machista con otro disfraz, esta vez, el de padre—, uno de los ejemplos más recientes de la versatilidad de esta producción. La autora, valiente, cuenta aquí su propia experiencia, dibuja y relata el calvario de una familia encabezada por un hombre alcohólico que se creía pintor de renombre, el hiperrealista que la propia Rebeca ni siquiera supo quién era hasta que cumplió los 17.
Se cumple aquí uno de los más claros patrones de este tipo de literatura: el de la autora que fue víctima, que a veces aún lo es. El camino es agotador, pero también terapéutico: regresa al año 1997, cuando se creía un mono y tenía solo diez años, solo un año después de la publicación de ese Algún amor que no
mate, el mismo en que se contabilizó oficialmente la primera víctima de violencia machista, Ana María Orantes, quemada viva por su marido 13 días después de contar su testimonio ante una cámara de televisión. Entonces, la violencia machista era solo un asunto conyugal.