Rubén Ochandiano
UN HOMBRE PEQUEÑO
apostaríaapostaría que aquel hombrecillo estuvo repitiendo esa frase durante días. Cerciorándose de que nada podía fallar. Se imaginó a sí mismo abriendo aquellas puertas, empuñando el arma y pronunciando esas palabras con determinación. Al fin y al cabo, eso hacemos todos cuando creemos que la vida nos brinda la posibilidad de llevar a cabo una gesta importante: anticipamos el momento en que salimos triunfales. Prueba superada. Rodábamos la película en una pequeña localidad al sur del país y, con toda probabilidad, formar parte de aquello ofrecía al hombre la expectativa de vivir una aventura inolvidable. Algo que contar.
¡Quietos, Guardia Civil!... Tres palabras.
No ayudaba a la credibilidad del hombrecillo el tinte de pelo color violín con el que había elegido cubrir sus canas, dándole el aspecto de usar bisoñé. Ni su mirada de pajarito empapado buscando cobijo. Era obvio que teníamos delante, en nomenclatura chejoviana, a un
hombre pequeño.
Cuando abrió las puertas del puticlú en el que transcurría la escena y entró al set seguido de media docena de figurantes, todos vestidos con el uniforme de la benemérita, el hombrecillo, apuntando a ningún sitio y con un hilo de voz, balbuceó: ¡Alto, Policía!
Inmediatamente, el ayudante de dirección –jefe de pista de cualquier rodaje– cortó la toma entre las risas de todos los presentes. Carcajadas condescendientes. “Pero, ¿qué dice?... ¿Qué ha dicho?”... El hombrecillo trataba de aclarar por todos los medios que él solo hacía lo que le habían mandado. Daba igual, ya nadie atendía a sus explicaciones; fue relegado a un segundo plano y otro de sus compañeros se quedó con la frase. En el coche, de camino al hotel, quizá por mi querencia a empatizar con el que pierde, no podía dejar de pensar en aquel tipo. ¿Y si aquel hombrecillo era, en realidad, más talentoso que cualquiera de nosotros y los nervios le habían jugado una mala pasada? Ocurre a menudo cuando creemos que nos es regalada, en efecto, la posibilidad de llevar a cabo esa empresa que tanto anhelamos. ¿Tendría aquella persona alguien con quien compartir su frustración esa noche? De vuelta en mi habitación, mientras esperaba la cena, imaginé al hombrecillo frente a una tortilla de un solo huevo sobre un mantel de plástico, tratando de quitarle hierro al asunto, pactando consigo mismo y con la vida; entonces recordé que, antes o después, no hay escapatoria, todos somos ese hombrecillo.
Antes o después, no hay escapatoria, todos somos ese hombrecillo.