Nata Moreno
LA LYCRA
HaLa Lycra, aunque no transpira, tiene un brillo entrañable
Ha sido una de esas semanas en las que se juntan varios eventos: invitación a cena de una marca tan exquisita como Loewe para mostrar su última colección de velas aromáticas, en el nuevo espacio creativo por el que apuesta duro un cocinero fascinante como es Diego Guerrero acompañado de sus manjares y con un atardecer madrileño de ensueño; la gala de los Premios Platino con todos sus colores rodeada de compañeros de profesión de todos los confines del globo y con actuación de marido incluida, el reencuentro con los productores para seguir apostando por el cine con el que sueño... Y en todos estos eventos, en los que una ya se siente superafortunada por estar en este lado del mundo y tener la suerte de asistir, a mí siempre me da por mirar la vida y descubrir que de una forma inconsciente se despierta en mí la niña que fui y le tira de la manga a la adulta que soy. La niña de Huesca que no se atrevía a pedir palomitas al señor del cine porque le daba vergüenza, pero se colaba a ver las películas porque ya las amaba, la niña que sentía siempre que ser la más bajita de la clase era una traba de calibres insondables, la niña que igual que la mujer paseaba por el campo sus soledades. Y vuelvo al patio del recreo y reconozco una montaña de sensibilidades escondidas en una timidez forzosa.
Y esa timidez se despierta otra vez en medio de la cena y a golpe de tablas la voy sorteando poniendo la mejor de mis caras y volviendo a las mejores de mis hazañas. Y entonces ya mis lentes solo pueden ver a los niños que fueron todos los asistentes y cómo de una manera u otra también tapan sus debilidades igual que hacíamos en el pueblo al jugar al escondite. Hace un tiempo me daba por juzgar a los otros y me hacía un “yo contra el mundo”, o peor, un “el mundo contra mí”, ahora, la edad supongo me ha dotado de una capacidad más lúdica y sin lugar a dudas más sana y aunque vea y reconozca a seres muy distintos con intereses opuestos a los míos y formas para mí incomprensibles en la acción, decido imaginarnos a todos como si fuéramos prendas en un tendal movidos por la brisa marina y, claro, todas las prendas no son iguales: algunas solo se airean, otras se lavan en agua caliente, la lana en fría; la interior, con jabones suaves y las muy delicadas en seco y fuera de casa y entiendo que si conociera los procesos que han atravesado, vería que cada una limpia sus penas de la manera que su tejido le permite, aunque una vez expuestas en la cuerda floja, todas parezcan iguales. Y entonces me gusta la tela de la que estoy hecha, me gusta el centrifugado que me ha traído hasta aquí y hasta mi metro cincuenta y mi vergüenza patológica al pedir palomitas me gustan. Porque queramos o no los tejidos determinan las calidades y uno debería estar muy feliz en sus entretelas y reconocer que la Lycra, aunque no transpira, tiene un brillo entrañable.