Rubén Ochandiano
LA CULPA
EnEstamos
rodeados
de psicópatas
que se tienen
por ‘guerreros
de la luz’
En un mundo en el que la tristeza y el dolor son considerados, prácticamente, enfermedades infecciosas, la culpa es, de entre todas las emociones, la que parece implicar mayor anatema. Es habitual escuchar, especialmente en boca de legionarios de la new age, aquello de que la culpa no sirve para nada; que es solo fruto de la educación judeocristiana, y toda esa perorata de lugares comunes. Así, es frecuente toparse con seres –insisto, sobre todo entre los más acérrimos seguidores del pensamiento mágico– que, cuando asuntos poco apetecibles llaman a la puerta; indolentes, prefieren esquivarlos y mirar hacia otro lado. Este espécimen del que hablo no titubea a la hora de pasar olímpicamente de un familiar enfermo o un íntimo amigo en horas bajas, sencillamente porque la vida les ofrece un plan alternativo más sexy y chispeante. Lo he visto yo con estos ojitos. Por supuesto, la vida le pone a uno, en ocasiones, en la tesitura de tener que engañar o incluso traicionar un afecto. No existe aquel que pueda decirse honesto hasta la médula, de acuerdo; pero hemos llegado a un extremo en que los vínculos se han banalizado, se han infantilizado de tal manera que, lamentablemente, resulta difícil imaginar un cambio de rumbo.
Yo creo que la culpa, siempre que no se lleve a un victimismo egoico, es una cosa muy saludable. Sirve para reajustar la brújula moral. Conozco a muy pocas personas capaces de dejarse sentir esa punzada en el alma que
uno debe percibir cuando patina y lastima algo
valioso; dispuestas a mirar a otro ser humano a los ojos y entonar, permítaseme la redundancia,
un afinado mea culpa. La tendencia es anestesiarse y huir hacia adelante; pasar de puntillas entre
los restos del naufragio. Siempre, por supuesto, en busca de ese anhelado nirvana que debe regir
nuestros días.
Hace pocas semanas una allegada compartía conmigo el último rifirrafe que había protagonizado con un conocido en común; acababa el relato entre lágrimas, gimoteando: -“...¡Ahora me siento muy culpable!”-“¿y…?”, contesté yo. -“¡Que no quiero sentirme culpable!”, hipó, mientras daba un largo sorbo a su café con leche de avena. -“Querida, si después de lo que has hecho no te sintieras culpable, serías una psicópata”. Ella me miró azorada, y apostaría que se fue a su casa compadeciendo mi ignorancia. Yo paseé hacia la mía convencido de que estamos rodeados de sociópatas que se tienen por
guerreros de la luz.