La Razón (Madrid) - Lifestyle

Rubén Ochandiano

DON RAMÓN, LAS BENZODIACE­PINAS Y EL APOCALIPSI­S

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YoYo acababa de cumplir diez años y llegar nuevo a un colegio –privado y religioso– para cursar quinto de EGB, cuando Sadam Hussein lleva-ba lleva-ba tan solo unas pocas semanas de invasión kuwaití. Recuerdo que Don Ramón, un profesor al que se le intuía un más que dudoso estado mental, y al que, con toda probabilid­ad, nadie hubiera permitido hoy ejercer como docente, llegó a clase profiriend­o que con aquella guerra nos enfrentába­mos al apocalipsi­s y que debíamos confesarno­s y despedirno­s de nuestras madres. Mientras el resto de mis compañeros se daban codazos y trataban de reprimir las carcajadas que los delirios de Don Ramón provocaban en ellos, yo experiment­é un acceso de pánico que deri-vó deri-vó en un ataque de llanto. Aquello me obligó a levantarme y correr al cuarto de baño, donde me encerré hasta que mi madre vino a buscarme, pro-metiéndome pro-metiéndome que no se acercaba el fin del mundo. Aquel hecho tuvo dos consecuenc­ias importan-tes: importan-tes: definió el que sería mi lugar en aquel centro durante todos los años que estudié en él y, aunque yo no supe verlo en aquel momento, desveló cuál sería mi consorte sempiterno: el miedo. Todo me espanta. Así pues, hago lo posible para evitar el bombardeo –con perdón– constante de novedades y fake news que nos llega a través de las múltiples pantallas que miramos (una y otra y otra vez) a lo largo del día. Hoy, sentado frente a mi ordenador, reflexiono sobre cómo, probableme­nte, Estados Unidos –continuame­nte intentando vivir bajo el paraguas del aparente “no problemo”– debe de mirar a Europa como su prima vieja y trastornad­a, siempre necesitand­o armar escándalo, en constante constante conflicto; al borde de la guerra, o sumida en ella. Andaba en esas cuando un martillo pilón me saca de mi ensimismam­iento. El miedo constante provoca ansiedad, y una de sus consecuenc­ias es la excesiva sensibilid­ad al ruido. Siendo justo, he de reconocer que yo ya traigo de fábrica un oído de tísico; la bulla me perturba: estando en casa llevo siempre tapones para los oídos y en más de una ocasión me he acercado a algún compañero de viaje para invitarle a bajar el tono con el que aúlla a su teléfono móvil. Imaginen, pues, mi susceptibi­lidad auditiva en la era “Ómicron + amenaza nuclear rusa”. He de decir en mi defensa que mi primer impulso cuando algún sonido me enloquece es tratar de quitarle importanci­a; pero hoy, armado de valor, decido bajar a hablar con mi vecina. “¡Ding dong!” La puerta se abre y me encuentro a toda una tribu frente a mí: la señora cuasi anciana, sus hijos y las parejas de estos mirándome de forma expeditiva. Si hubiera sabido sabido que iba a ver a tanta gente me habría puesto mono. Entonces, esbozando una sonrisa tan grande grande que pueda apreciarse a través de mi mascarilla, explico que entiendo que el niño tiene que jugar y que yo soy un tipo sensato, pero que les agradecerí­a agradecerí­a si pudieran evitar que Marquitos empiece a dar patadas a las seis de la mañana. “¿Tú cómo sabes el nombre de mi nieto?”, pregunta, perpleja, la mujer. “Porque lo oigo.”, digo yo. “¿Lo oyes? ¿Cuándo lo oyes?”. Respiro, trago saliva. ”Cada vez que usted grita: ¡Ay, Marquitos, que te como, que te como, quetecomoe­nteeeeeero­ooo!”. Nos miramos todos en silencio. Llegados a este punto la situación se parece más a un western que a un cordial encuentro vecinal. “Solo pregunto si podrían podrían empezar con todo eso un poco más tarde y no alargarlo hasta las doce y pico de la noche. Yo creo que lo que pido es bastante razonable.” Sonrío Sonrío una vez más. Me observan como si estuviera hablando en griego antiguo, hasta que Marquitos se abre paso, se coloca muy tieso frente a mí y me espeta: “¡Vete, gilipollas!” Silencio. La tribu se mira de reojo con cierto apuro y bastante regocijo, cerrándome la puerta en las narices, no sin antes berrear: “¡Baja a hablar con la del cuarto, el que toca la trompeta es su niño!”

Sí, también hay una trompeta. Decido llamar a la puerta de la vecina del cuarto piso. Pasado un rato, esta abre el ventanuco de la mirilla con la cara desencajad­a. Empiezo a soltarle el mismo rollo, pero ella no me deja terminar: “¡Pablito! ¡Pablito! ¡Pablo, ven aquí ahora mismo!” La mujer gira su rostro hacia mí y, suplicante, me susurra a través de la tronera: “Habla tú con él, habla tú con él porque yo no puedo más… Habla tú con él, ¡te lo pido por favor!” - Gritos. La trompeta ataca de nuevo.

Cuando me quiero dar cuenta vuelvo a estar sentado sentado ante mi escritorio con los tapones de los oídos puestos, mientras escucho de fondo las carreras de Marquitos, el concierto de Pablito y los gritos de la tribu; preguntánd­ome dónde demonios habré guardado la última caja de Orfidal y rezando por que esto no sea el apocalipsi­s.

El miedo constante provoca ansiedad, y una de sus consecuenc­ias es la excesiva sensibilid­ad al ruido

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