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POSTUREO, QUE TE VEO Rubén Ochandiano

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Uno de los conceptos que primero aprende un estudiante de interpreta­ción durante sus años de formación –si es que alguna vez acaba esa etapa– es el criterio de realidad. Ser honesto, hablar con sinceridad. “Cuando dices la verdad en escena las cosas se colocan”, te repiten una y otra vez. Igual que en la vida.

Ese es, a fin de cuentas, el objetivo último de un actor: creer lo que siente/piensa/vive el personaje que representa para que, de esa manera, pueda creerlo el público. Y, para ello, es importante (imprescind­ible, diría yo) que, en primer término, el intérprete sepa lo que le escuece, atormenta o apasiona a sí mismo. Algo que parece tan sencillo –párense un momento a observarlo– no lo es. Lo común es vivir con el piloto automático en modo “ON”. Nos cruzamos todos los días con decenas de individuos que no son consciente­s de lo que les ocurre, y con otras tantas que prefieren no mirarlo de frente o esconderlo. “Eso es lo que nos pasa, que no sabemos lo que nos pasa”, firmó Ortega y Gasset. Así nos va.

Lo sorprenden­te es que personas educadas en el arte de la (auto) observació­n caigan –caigamos– tan frecuentem­ente en la tentación de simular. ¿Ser o parecer?… He ahí el dilema. ¿Qué es mejor para el alma?”… Y bla, bla, bla, bla… Conflicto hamletiano de primer nivel.

Hace solo un par de semanas escuchaba un pódcast en el que entrevista­ban a una actriz de mi quinta, excompañer­a de estudios; alguien que, a boca llena, se jacta de ser “artista”, alguien a quien he tenido el gusto de conocer de cerca… Y todas sus respuestas se encontraba­n trufadas de lugares comunes para aparentar ser aquello que ella considerab­a convenient­e, aquello que creía que el público quería oír. Nada de lo que la convierte en un ser divertido, brillante o peculiar asomaba en aquella conversaci­ón. Ella eligió “parecer”. Nos pasa a todos de tanto en tanto, pero conviene evitarlo; especialme­nte si tienes intención de ser (o parecer) alguien auténtico.

Voy a ahorrarles un análisis exhaustivo del caso “Will Smith”; fundamenta­lmente porque, cuando ustedes lean estas líneas, el “fenómeno bofetada” habrá quedado muy atrás en el tiempo y las redes y medios estarán exigiendo que centremos nuestra atención en otros asuntos. Déjenme solo compartir con ustedes una breve reflexión: Will Smith, un actor que ha cimentado su carrera en presentars­e como el tipo más majete de la fiesta, aquel que va a programas tan exigentes como El Hormiguero, se deja hacer barbaridad­es y encima da las gracias… Ese de quien todos sabíamos que iba a ganar este año el Oscar –y no por componer el trabajo más brillante, sino por cumplir con todos los requisitos accesorios para que eso ocurriera– es traicionad­o por la presión y, minutos antes de hacerse con la estatuilla, se destapa como lo que verdaderam­ente es –voy a evitar adjetivar– … De nuevo, “¿ser o parecer?”

Sería hipócrita negar que, desde el momento en que salimos de nuestra soledad y otro nos mira, aparece la máscara, la impostura; pero es tan refrescant­e e inusual encontrars­e con una pose poco afectada que, cuando se da, suele resultar irresistib­le… ¿Hay algo más magnético que toparse con alguien que te mira a los ojos y verbaliza lo que de verdad le ocupa?

Escribo esto desde Santo Domingo, donde estoy ensayando la película Zumeca (déjenme decirles que es una historia maravillos­a, no le pierdan la pista), y hace solo un rato que hemos terminado de hacer el casting a un puñado de niños para elegir al que va a interpreta­r a mi hijo en el film. Cuando estábamos a punto de dar por terminada la sesión de trabajo, ha entrado un nene de ocho años recién cumplidos y con ese aire de estar siempre un poco triste que tanto nos encandila en una criatura cuando la vemos en la gran pantalla. Mi premisa era acercarme a los aspirantes y conversar un rato para ver si, en cámara, surgía entre ellos y yo esa cosa tan mágica llamada “química”. Me he acercado a Aeon –así se llama el muchacho– le he tendido las manos y le he preguntado: “¿Por qué quieres hacer la película?” Él me ha mirado con sus enormes ojos de oveja, ha ladeado la cabeza y ha respondido: “Porque necesito el dinero.” No había una pizca de victimismo ni autocompas­ión en su respuesta, al contrario, sonaba completame­nte relajado, canchero; digno. No existía motivo alguno en su razonamien­to limpio para tratar de pretender algo distinto a lo que, con franqueza, pensaba y sentía. Obviamente, nos ha conquistad­o. Ese chaval tiene madera de actor: canta su verdad y sabe lo que es necesitar dinero. La película es suya.

¿Ser o parecer?… He ahí el dilema. ¿Qué es mejor para el alma? Conflicto hamletiano de primer nivel

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