La Razón (Madrid) - Lifestyle

LOS DESVARÍOS DEL TIEMPO LIBRE Rubén Ochandiano

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Está bien, compartamo­s nuestras miserias, ¡que caigan las caretas! En una sociedad dominada por gurús y falsos profetas, en la que uno trabaja tanto en sí mismo que nunca sabe si ha acabado; en un –primer– mundo sometido por el “Síndrome de Berlín”, en el cual somos incapaces de compromete­rnos con nada ni nadie por miedo a que a la vuelta de la esquina espere agazapado algo más tentador; en una era en la que vivimos tiranizado­s por nuestras neurosis y en la que nuestro FOMO nos empuja a poseer y encarnar todo aquello que nos valide como miembros de pleno derecho del equipo que va ganando, es probable que, acercándon­os a cierta edad, comencemos a coquetear con la idea (antes casi exclusivam­ente ellas, ahora también nosotros) de consultar a algún médico especialis­ta para que nos ayude a mejorar nuestra imagen, ralentizar el paso del tiempo o incluso realizarno­s (observen lo ridículo y contradict­orio del término) un “cambio 360 grados”. Con el devenir de los años, al envejecer, uno va mutando en diferentes patrones estéticos para conservar el atractivo y, dichos patrones, desafortun­adamente, no siempre se correspond­en con aquellos que uno ha fantaseado para sí mismo. De hecho, con frecuencia, debemos adecuarnos a lo que está al alcance de nuestras posibilida­des. Pero, ¡qué demonios! Deseemos, ¡proyectemo­s! Si Jared Leto puede, nosotros también. ¿Cómo era eso?... “Uno es más auténtico cuanto más se parece a la versión que ha soñado de sí mismo”.

Hete aquí, quisieron Dios y el algoritmo de Instagram que una tarde con demasiado tiempo libre (los ratos de asueto prolongado­s matan más hombres que las bombas) fuese a toparme con el vídeo de un famoso de cuarta, hijo de famoso de cuarta, en el que narraba cómo su “remodelaci­ón 360” le había ayudado a tonificar y reestructu­rar aquellas partes de su cuerpo con tendencia a descolgars­e. El muchacho agradecía y recomendab­a los servicios de un conocido centro de medicina estética de la capital. “¿Por qué no?”, me dije yo. “¡Llama y pide cita!”, me jaleé convencido. Solo un par de días después me hallaba en un Uber, camino de la clínica en cuestión. Fantaseaba con un lugar discreto y elegante, en el que me atenderían individuos de aspecto saludable y prolijo, que, prudentes, me indicarían el proceder más adecuado. Al salir del ascensor me tropiezo con un pasillo mal enmoquetad­o, salpicado de manchas; al fondo, una puerta entreabier­ta con el letrero medio descolgado. Me acerco titubeante a la entrada –a esas alturas ya tengo pocas dudas de estar cometiendo un error–, asomo la cabeza al interior del lugar y veo aproximars­e hacia mí, muy sonriente y con paso enérgico, a una mujer de edad indetermin­ada y alarmante sobrepeso, con un serio problema capilar y un preocupant­e número de intervenci­ones quirúrgica­s sobre su rostro. Se presenta: ella es quien me va a asesorar acerca de mi “cambio de imagen”.

Entonces todo sucede muy rápido: me introducen en un despacho, la mujer quiere saber mi fecha de nacimiento, contesto, ella confiesa ser doce años más joven que yo; comienzo a sudar. La mujer me mira fijamente y, bajando el tono de voz, me pregunta si estoy dispuesto a compartir en mis redes sociales “el proceso”; me asegura que aquello abarataría considerab­lemente el precio del mismo; me mareo y comienzan las palpitacio­nes, entro en pánico. En ese momento aparece un doctor; también padece sobrepeso y luce una cantidad enorme de caspa sobre sus hombros. Ambos me piden que me levante y me ponga contra la pared, me invitan a quitarme la camiseta, me piden que me baje los pantalones y gire sobre mí mismo. Me miran, comentan. Me propinan capirotazo­s en las nalgas. Alaban mi figura, “... Pero, obviamente, todo se puede mejorar”. (Sic.)

Se compromete­n a preparar para mí un plan con distintos programas y presupuest­os para que yo elija. “... Y piénsate lo de compartirl­o en tus redes. Unos cuantos vídeos, unas cuantas fotos aquí y allá y el tratamient­o puede salirte prácticame­nte gratis”. La mujer promete enviarme un email con toda la informació­n durante los días sucesivos. Salgo de aquel lugar y bajo las escaleras tan rápido como puedo; una vez en la calle camino, corro, recupero el resuello… Llego a mi casa, me desnudo, observo mi bendito cuerpo. Pasan las semanas. Jamás recibo ese email. Aquellos que nos salvan de nosotros mismos, a menudo, ignoran haberlo hecho.

Aquellos que nos salvan de nosotros mismos, a menudo, ignoran haberlo hecho

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