QUERER CREER Rubén Ochandiano
levo días procrastinando, posponiendo sentarme a escribir estas líneas; solo encuentro excusas y resistencia. No me apetece. Esto se debe a que no tengo nítido el discurso. Y es importante. Es importante cómo uno relata, dejar que los hechos hablen por sí solos; sin retorcerlos ni colorearlos. Narrar de manera ordenada y con cautela.
Antecedentes: aterrizo en el aeropuerto de Madrid y me dirijo a la cinta por la que, según las pantallas, aparecerá mi equipaje. Después de distraerme durante casi veinticinco minutos contestando WhatsApps y chequeando las RR. SS., alzo la vista y, al comprobar que no hay ningún otro pasajero alrededor ni tampoco rastro de las maletas, me dirijo al mostrador más cercano. Pregunto si ocurre algo. Una joven absorta en la pantalla de su móvil balbucea de manera ininteligible dándome la espalda. Cuando le solicito que me preste atención, me responde al más puro estilo ‘Gandía Shore’: graznando. Respiro y le pido su nombre o alguna identificación para poder tramitar una queja. Por primera vez me mira y se niega a identificarse. Sus tres compañeras se acercan vociferando, esgrimen que no existe ningún motivo de reclamación. La situación parece una escena de la serie de los vecinos de la tele.
Le repito que está obligada a identificarse. El cuarteto se burla de mi petición: mofas y risitas. Se aproxima un vigilante de seguridad, le relato la incidencia y le pido que medie en el conflicto. Mientras lo hago, me percato de que el tipo da media vuelta a su etiqueta identificativa. Las cuatro mujeres gritan a mis espaldas contando su versión de los hechos.
El segurata, cómplice, las apacigua mientras me dice que deje en paz a la chica. Perplejo, le pregunto si no me va a ayudar, y, entre risas, me confirma que no. Bien, le pido entonces su documentación y su respuesta es una carcajada. Me viene a la cabeza mi abuelo lamentándose de cómo se ha perdido el prurito profesional, el deseo de desempeñar con dignidad el oficio de uno. Cuando los gritos y risas de aquella turba me hacen sentir rodeado de una piara, se acerca hacia nosotros un miembro de la Guardia Civil. Aliviado, confío en que él me ayudará a zanjar el problema. Me pregunta qué está ocurriendo y repito la exposición desde el principio, así como mi petición de que la chavala cumpla con lo que está mandado y se identifique. El guardia, antes de dejarme acabar, me dice que salga a la terminal y ponga la reclamación sin documentar a la chica. Le explico que eso sería inútil e insisto en que me auxilie haciendo su trabajo, que es ocuparse de que todos cumplamos la ley. Mira a la piara, se miran entre ellos y me repite que me vaya. Le pido entonces al “benemérito” que me facilite su número de placa para poder reclamar –sí, soy un hombre perseverante–. Y ahí empieza el horror: el guardia civil se aproxima a escasos centímetros de mi cara y me exige que le entregue mi DNI; cuando le pregunto a qué viene eso, entra en bucle repitiéndome una y otra vez que le proporcione mi carnet. Me ordena que le acompañe; le sigo hasta un cuartito donde hay otros dos guardias civiles. Cuando me quiero dar cuenta estoy acorralado contra una pared, uno de ellos me da un empujón; se ríen y dicen algo acerca de “los titiriteros” que no logro entender. Accedo a enseñarles mi documento. Visiblemente asustado, con la boca seca, trato de razonar con ellos; resulta imposible. Me dicen que no me puedo ir hasta que baje su superior. Me niego, aclaro que no tienen ninguna razón para retenerme. Los dos varones me placan y agarran por los brazos para impedir que me vaya. Finalmente, tras mucho forcejeo, consigo salir de la encerrona; aterrorizado.
Días después, mientras escribo esto, con el cuerpo aún trémulo, he de repasar los hechos una y otra vez para convencerme de que no me estoy inventando nada. Una voz me susurra que no pudo ser así, que algo debí de hacer yo que provocara todo aquello, que estoy contándome el cuento de manera sesgada… Y reconozco que preferiría que así fuera. Quiero creer que esos guardias se sentían cargados de razones; que consideraban estar obrando bien, haciendo lo que debían. Que mientras yo les veía pasárselo en grande con mi susto existía otra realidad. Elijo convencerme de que las cosas no son exactamente como yo las recuerdo, porque da pavor pensar que algunos de los que perciben un sueldo por protegernos puedan llegar a poner a un ciudadano contra las cuerdas solo para escaquearse de una probable demanda. Sí, da pavor tomar conciencia de semejante impunidad y saber al contribuyente tan indefenso.
“El abuso de la grandeza nace cuando el honor se divorcia del poder.”, dice El Rey Lear.
Da pavor tomar conciencia de semejante impunidad y saber al contribuyente tan indefenso