EL ALMA DE LOS OBJETOS
Había invocado mucho la ciudad de México, la había anhelado mucho. Además, deseaba que fuese el trabajo el que me trajese aquí por primera vez... Et voilà. Cuando llego a un lugar que mi fantasía ha acariciado durante largo tiempo, a menudo resulta ser, literalmente, tal y como había imaginado. Sus calles se me muestran como había asumido que lo harían; y, al recorrer las mismas, me siento exactamente como lo soñé. Ni mejor ni peor. Si me pusiera un poco místico, me atrevería a decir que una parte de mi memoria “reconoce” ese lugar; que, quizá en otra vida, ya he estado ahí. Repriman la arcada. El cinismo y la espiritualidad pueden convivir. Namasté.
Volviendo a la realidad, cuando arribo a un paraje que no he pisado en esta reencarnación, a pesar de que mi alma resuene con la suya, mi costado militar toma las riendas: trazo un plan, organizo una agenda leonina para los primeros días; un programa que me permita abarcar el mayor número de “lugares clave” lo antes posible. Persigo el espejismo de sentirme en casa fuera de casa. Esto lo voy a decir con sumo cuidado, no querría que ningún colectivo se sintiera ofendido y llamase a este periódico montando un pollo, acusándome de desvirtuación o manoseo, pero lo cierto es que no descarto hallarme dentro del espectro autista. No lo digo en broma. Mi entorno más cercano me lo señala una y otra vez: tengo una bajísima tolerancia al ruido, las relaciones sociales no son mi fuerte; me despisto con el vuelo de una mosca, pero, al mismo tiempo, puedo estar en hiperfoco, trabajando en una tarea que me estimule, durante horas… Y me llevo francamente mal con aquello que me obligue a pasar por encima de lo que mi cuerpo ya tenía asimilado.
Figúrense ustedes cómo se ha quedado mi cabecita cuando, estando en plena exploración chilanga, recibo un mensaje de mi casera haciéndome saber que no me renueva el contrato y que, si me quiero quedar en la casa, el alquiler pasa a ser un veinte por ciento más alto. ¡La ley del mercado, güey!
Mientras recorro las arterias de CDMX, fascinado, abrumado e invadido por todo lo que, antes de llegar, ya “sabía” que me iba a fascinar, abrumar e invadir, pienso en cuánto la voy a disfrutar la próxima vez… Cuando regrese a ella y, al aterrizar, ya sepa, de hecho, dónde lo estoy haciendo; cuando haya registrado sus puntos cardinales y pueda atravesar la ciudad guiado por la falsa ilusión de que realmente nos conocemos. Me gusta visitar lugares nuevos; existen algunos que, sin duda, querría ver antes de morir, pero me genera una serena excitación regresar a aquellos que ya he comprobado que me hacen feliz; a esos a los que ya no necesito someter a proceso de casting. Es entonces cuando puedo dedicarme a deambular sin rumbo y sin miedo a perderme, aun sabiendo que probablemente ocurra…
Sin pretender un resultado, sin priorizar el itinerario obligatorio del turista accidental. Algo similar me sucede con los seres humanos. La idea de un primer encuentro puede resultar estimulante, sin embargo, yo prefiero las terceras veces. Disfruto con la anticipación; con la promesa. Me gusta relamerme imaginando/ recordando/previendo cómo me voy a sentir. Tras muchos años de terapia soy capaz de enfrentar la incertidumbre, pero –precisamente porque la vida me ha enseñado que nada se puede dar por hecho– de a poco; en pequeñas dosis… Si no, cortocircuito. Me quedo duro, petrificado. Me siento en el filo de una silla y me congelo ahí; en KO técnico, inmerso en un bucle infinito.
Figúrense, les decía, recibir la noticia de mi desalojo estando solo, en una megalópolis desconocida y en plena ola de calor. ¡Órale!, cortocircuito y a la silla. Sin considerar a mis padres, la relación más estable que ha existido en toda mi constelación durante el último lustro ha sido con la casa en la que vivo. Déjenme recordarles que uno de mis primeros escritos en esta página fue una carta de amor a dicho apartamento; hace ya tres años. La idea de romper con él cuando aún estoy enamorado me parte el corazón. Su luz, sus vistas, su chimenea, sus techos bajos llevan tres años abrazándome; dándome los buenos días y las buenas noches. Se ha convertido en una proyección de mi ser. Así que, acepto la dichosa ley del mercado. Me rasco la billetera. Mi autismo sucumbe al alma de los objetos, o de los lugares, como prefieran. A falta de pan… Ya les digo que cada vez me seducen menos los nuevos comienzos.
Sin considerar a mis padres, la relación más estable que ha existido en toda mi constelación durante el último lustro ha sido con la casa en la que vivo