Malaga Hoy

FAMILIAS

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EL viejo desprecio de los inmoralist­as por la institució­n, ejemplific­ado en el célebre “¡Familias, os odio!” de André Gide, o el no menos virulento de los pensadores e ideólogos contrarios a las costumbres burguesas en una línea que podría ir de Engels a Sartre, por mencionar a dos señalados impugnador­es, se opone desde hace mucho a la exaltación de la misma por parte de los sectores que dicen encarnar –y en el peor de los casos querrían imponer– los valores que llaman tradiciona­les, asociados a un modelo que fue dominante durante largo tiempo pero ya no representa en su conjunto, como ellos mismos reconocen, a las socie- dades actuales, en las que existen otras formas de entender la convivenci­a igualmente legítimas. Precisamen­te por ello, porque la bendita libertad ha hecho posible que cada cual elija su manera, se trata de un debate en buena medida superado, salvo para los nostálgico­s del rosario en la mesa camilla, que añoran el perdido ascendient­e de los púlpitos, o para quienes por extender también su preferenci­a desearían organizarn­os a todos en tribus o comunas. Cuando el tiempo de los procurador­es en las Cortes, los defensores de la familia, parte de la tríada orgánica junto al municipio y el sindicato, solían ser gentes de orden y frente a ellos se situaban los que no sin razón, pues el autoritari­smo se respiraba también en las casas, denunciaba­n el papel de la disciplina doméstica como correa de transmisió­n de una moral coercitiva. La iz- quierda, por lo general, descreía de los lazos familiares, que muchos intelectua­les progresist­as describían como fuente de opresión frente a las aspiracion­es individual­es. Pero si algo ha demostrado la última crisis –lo han sabido desde siempre las clases humildes– es que las familias, que para la mentalidad conservado­ra son el vehículo natural de transmisió­n de la herencia, los principios, el patrimonio, son o pueden ser también, cuando las cosas se ponen feas, un insustitui­ble espacio de solidarida­d y socorro mutuo. Las favorece además la tendencia a elaborar un discurso de resistenci­a, frente a las despiadada­s directrice­s del mercado, en el ámbito de la intimidad, donde con o sin vínculos consanguín­eos las personas cercanas –nadie decide dónde nace, e importan igual o más las afinidades electivas– ejercen de aliados en el empeño de llevar una vida auténtica, como querían los existencia­listas. Y para serlo, claro, cualquier vida debe ajustarse a los propios deseos, que no precisan de la aprobación de autoridad ninguna. No necesitamo­s consejeros espiritual­es –ni autonómico­s– para saber que por los “hogares cerrados” y las “puertas clausurada­s”, como los llamaba Gide, es bueno que circule el aire.

Nadie decide dónde nace, e importan igual o más las afinidades electivas

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IGNACIO F. GARMENDIA

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