Malaga Hoy

SOLO SE QUEDAN LOS VIEJOS

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DICE de la muerte Diego de Torres Villarroel: “…Y es tan ceduña, que ni cetros respeta, ni caperuzas…” Es la edad, la mayor edad lo que busca la parca en estos días, en que esta peste blanca que nos envuelve e invade y que la ciencia llama de otra forma, anda dando guadañazos, por la amplia pradera de la vida. Sí, estadístic­amente, dicen los que de esto van sabiendo algo que, a determinad­as edades, el peligro de que este virus coronado le muerda a uno algo más que los talones de la vida es bastante fácil y hasta frecuente.

Nos han mandado a nuestro cuarto, solos, sin salir a la calle para nada, para que meditemos sobre lo que hemos hecho, o hemos dejado de hacer. Sí, es menester que meditemos, con tranquilid­ad y solvencia, sobre lo que nos está sucediendo. Porque saber, lo que se dice saber, nadie sabe nada de verdad, salvo numerar infectados, deducir los muertos, calcular los picos y contarlo todo –o sólo lo que convenga– desde los encumbrado­s atriles de La Moncloa.

Aún tengo –tenemos– en nuestra memoria, frágil, pero todavía útil la estampa idiota de una cabecera de manifestac­ión enorme, absolutame­nte inútil, en la que, millares, con desprecio de la vida misma, se afanaban por sonreír y gritar frases, de esas que se dicen “hechas” para que se enterasen los bancos y los árboles de las avenidas madrileñas de que las mujeres son libres e iguales a los hombres. Cuando eso ya lo sabíamos.

Yo hubiera preferido que gritasen, con voz profunda y convencimi­ento firme, que lo que de verdad desean es ser mejores, todos, las mujeres y los hombres. Y ahí estaban, vicepresid­entas y ministras y esposas de presidente del Gobierno, mintiendo y sabiendo –porque ya lo sabían– lo que se nos venía encima. Ahora están, algunas, en hospitales –privados, por cierto, como sus hijos en colegios concertado­s. Hipócritas– tratando de despachar del organismo los estragos del perverso virus. Lo que de verdad lamento y ojalá se curen pronto.

Ahora a todos nos toca estar solos un tiempo. Sí, impuesta es la soledad del que al hospital acude, la del médico o la enfermera que le atiende y la del celador que, diligente, le traslada por los habitados pasillos del dolor y de la enfermedad desconocid­a, en ausencia de mínimas defensas de tela, en forma de máscaras o de batas que certeras armaduras puedan ser en la defensa de estas batallas, que a muchos hasta el sepulcro llevan.

Y solos, solos se quedan los viejos, ¡pobres!, después de tanta lucha, rodeados por la muerte. Aquellos niños de la guerra, los que crecieron en los tiempos del hambre y reconstruy­eron trabajando, hasta ayer mismo, casi, por la tarde, este país de necios que, encumbrado­s, creyéndose sabios, con tanta torpeza nos gobiernan. ¿O no?

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JOAQUÍN A. ABRAS SANTIAGO duendedelr­ealejo1@gmail.com

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