EL LENGUAJE DE LAS MASCARILLAS
SUELO caminar un par de horas por las mañanas. A mi edad debo evitar caer en el sedentarismo, aunque me resulte algo monótono hacer todos los días el mismo recorrido. Sin embargo, últimamente el paseo me sirve como ejercicio sociológico de interpretación del lenguaje de las mascarillas. Mientras no sean obligatorias en todo momento en el espacio público, como lo es ya en otras comunidades, podemos dividir los grupos humanos según el uso de la mascarilla. Según mi experiencia, al menos en esos lugares concretos de la ciudad que concentran las actividades físicas de los vecinos, sólo un 20% aproximadamente de estos lleva puesta la mascarilla. Del restante 80%, algunos las llevan atadas al brazo y la mayoría ni la lleva. De estos últimos podemos distinguir entre los despreocupados que pasan orgullosamente de todo y quienes lo convierten en una forma de expresión ideológica: como si asistiesen a un mitin de Trump, con la arrogancia de quien parece decir “porque no me sale de los co…” Comprendo
la polarización ideológica ha contagiado de tal forma la sociedad que nada escapa a ella
la incomodidad de hacer ciertos ejercicios con la mascarilla puesta, algo que puede justificar determinados casos, pero no el masivo incumplimiento de tan elemental norma sanitaria. Afortunadamente en muchos otros lugares, en los que desarrollamos nuestras actividades cotidianas, el nivel de respeto ciudadano a las normas de protección es razonablemente alto. Pero llama la atención que en determinados lugares, de ocio o de ejercicios, relajemos nuestro comportamiento como si el virus actuase según una división de usos de la ciudad.
Ciertamente la polarización ideológica ha contagiado de tal forma la sociedad que nada escapa a ella. Me acuerdo cuando el gobierno de Zapatero redujo el límite de alcohol permitido a los conductores y Aznar exclamó retador: “quién me va a decir a mí lo que puedo beber cuando me pongo al volante”. Pues muy sencillo, están obligadas a decírtelo las autoridades, ya que no se trata sólo de tu vida, sino de la de todos con los que te cruzarás en la carretera. De la misma forma, la mascarilla es una cuestión de salud pública: no se trata de tu salud o de tu vida, sino de la de todos. Se puede discutir si la vida humana es el bien supremo a proteger o si, por el contrario, salvar un punto de PIB puede justificar la pérdida de miles de vidas. Pero ése es un grave dilema moral que no podemos pretender resolver cada uno por nuestra cuenta.