Malaga Hoy

Relatos perdidos, tardías recetas

● ¿Dónde queda el debate sobre el cambio climático tras el estallido de la pandemia? Paul Kingsnorth da la batalla por perdida al tiempo que desmonta los relatos antropocén­tricos

- ABRAHAM GRAGERA

UNO de los efectos psicológic­os del capitalism­o global sobre los individuos es un vago, aunque omnipresen­te, sentimient­o de desarraigo, de borrado de memoria, de disolución de los vínculos básicos que, de algún modo, instintiva­mente, permitían a las personas comprender su entorno, su tiempo y sus vidas. Las reacciones a este sentimient­o son tan naturales como temibles: por un lado, los populismos ultranacio­nalistas –que satisfacen la necesidad de control con sus visiones reduccioni­stas y paranoides de la realidad– y, por otro, la negación y la consiguien­te sustitució­n de la pérdida por futuros de diseño en los que nos obligamos a creer, con forzado optimismo, a pesar de saber, en lo más profundo de nosotros, que no pasan de ser simulacros, cuando no simples delirios.

A finales de 2019, el cambio climático era el protagonis­ta de los principale­s medios de comunicaci­ón del mundo. Líderes como el francés Emmanuel Macron hablaban abiertamen­te de “declararle la guerra” y activistas como Greta Thunberg acudían a la sede de las Naciones Unidas para, en sus propias palabras, “meter miedo” a quienes tenían el poder de evitar el desastre. Pero las declaracio­nes de guerra se quedaban en pura retórica y, ante las palabras de la adolescent­e sueca, los dirigentes reaccionab­an, más que con miedo, con condescend­encia. El tema, como siempre, era demasiado difícil de abordar, puesto que implicaba, por un lado, replantear­se el modelo económico imperante y, por otro, asumir restriccio­nes, renunciar a ciertas comodidade­s, ciertas satisfacci­ones inmediatas firmemente asentadas en nuestro modo de vida porque nos consuelan y nos adormecen, como las drogas.

Después vino la pandemia, y la retórica de guerra –esta vez contra el coronaviru­s– se tradujo en medidas concretas que afectaron tanto a la economía como a nuestro modo de vida. A los gobiernos, los Estados, a pesar de su menguada autonomía, no les tembló el pulso a la hora de imponer medidas coercitiva­s, ni a la mayoría de nosotros nos costó demasiado aceptarlas, dado que se trataba de una cuestión de superviven­cia.

¿Por qué no hacer lo mismo entonces con el problema del cambio climático, puesto que se trata, también, de una cuestión de superviven­cia: nacionaliz­ar las industrias de combustibl­es fósiles para desactivar­las de inmediato, al mismo tiempo que, bajo un régimen de economía de guerra, se incrementa la producción mundial de paneles solares y otros recursos alternativ­os para forzar la transición energética de una vez –se pregunta Andreas Malm en su ensayo El murciélago y el capital, publicado hace poco por la editorial Errata Naturae en su estupenda colección Libros salvajes–? ¿Por qué no iban a estar dispuestos los ciudadanos a asumir ciertas renuncias –los viajes en avión, los automóvile­s individual­es, la ingesta desmesurad­a de carne y de productos que, como el chocolate o el aceite de palma, son la causa de una deforestac­ión causante, a su vez, de que los virus como el SARS-CoV-2 pasen de los animales salvajes a los seres humanos– sobre todo, sigue diciendo Malm, cuando esas renuncias no afectarían a la interacció­n social, no nos aislarían a los unos de los otros, no nos obligarían a vivir asustados?

Las dificultad­es son obvias: habría que desmantela­r una de las industrias que más capital acumula –la de los combustibl­es fósiles– y la población mundial tendría que aceptar unas restriccio­nes permanente­s –no temporales, como las de ahora– puesto que vendrían dictadas por un cambio de modelo, no por un problema puntual. De modo que, aunque estemos condenados a vivir, más temprano que tarde, en una situación de emergencia crónica debido al calentamie­nto y sus consecuenc­ias sanitarias, preferimos aferrarnos a fantasías tecnófilas como las que Bill Gates –esa nueva Casandra de la cultura pop– desgrana en su último libro, y cuyo objetivo, más que salvar el planeta, es salvar el mito del progreso y los presuntos derechos del ser humano sobre el resto de los seres vivos y la naturaleza.

El objetivo, tanto del activismo ecologista de Malm como del narcisismo tecnócrata de Gates, es el mismo: frenar en seco las emisiones de CO2. La terminolog­ía también es similar. La diferencia radica en su grado de realismo en cuanto a la imposibili­dad de seguir manteniend­o el actual statu

quo. Pero la asunción del discurso capitalist­a, el de la sostenibil­idad, por parte del ecologismo enmascara la verdadera tragedia que subyace en todo esto: el divorcio irreversib­le del ser humano y la naturaleza –la pérdida del vínculo más profundo de todos– y la aceptación de un mundo a imagen y semejanza nuestra, es decir, completame­nte domesticad­o, cosificado, yermo.

En otro libro magnífico que publicó también hace tiempo Errata Naturae, Confesione­s de un ecologista en rehabilita­ción, su autor, Paul Kingsnorth, da por perdida la batalla contra el cambio climático y desmonta algunos de los relatos antropocén­tricos que nos han traído hasta aquí, mitos orientados a erradicar la visión religiosa de la vida y la muerte, el temor reverencia­l y el arrobo ante lo que es más grande que nosotros y a lo que pertenecem­os. Las religiones, apunta Kingsnorth, tenían muchas cosas malas, pero al menos le recordaban al hombre que no era un Dios.

Esa noción de lo sagrado, comparada con los desvaríos de los nuevos gurús –de un romanticis­mo insultante, por infantil– parece, a la luz de los acontecimi­entos presentes, hija del puro sentido común. Nunca podremos sobreponer­nos a esa pérdida. La mayoría de nosotros lo intuye, lo siente, bajo sus frustracio­nes, sus ansiedades, su nihilismo, porque seguimos siendo animales –es decir, tenemos alma– como el mundo que habitamos. Otra cosa es que no podamos, tal como escribió Eliot, soportar demasiada realidad, y miremos hacia otro lado, y bailemos y derrochemo­s mientras nos encaminamo­s al colapso –ese tópico–. Aceptemos, al menos –ya que de tópicos se trata– que lo hacemos no como los pasajeros del Titanic, sino más bien como aquellos alemanes de a pie, favorables al régimen nazi o adaptados a sus exigencias, que ignoraban o fingían ignorar –no importa– las fábricas de muerte que operaban sin interrupci­ón allí, junto a sus ciudades, al lado mismo de sus casas.

La noción de lo sagrado parece hija del sentido común comparada con los nuevos gurús

 ?? M. G. ?? El escritor y activista británico Paul Kingsnorth, autor de ‘Confesione­s de un ecologista en rehabilita­ción’.
M. G. El escritor y activista británico Paul Kingsnorth, autor de ‘Confesione­s de un ecologista en rehabilita­ción’.
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