Malaga Hoy

Criaturita­s de Dios

● Frente al narcisismo que lleva a nuestra especie a despachar al resto en términos de ‘humanizaci­ón’, Carl Safina revela que los animales son formas de vida infinitame­nte complejas

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LOS animales no tienen alma. O sí, pero es un alma sin rasgos, sin conciencia, sin individual­idad. Una marca blanca de alma. No tienen inteligenc­ia, ni cultivan valores como el altruismo. Son solo animales, criaturas nacidas para servir, para alimentar, para entretener, para aleccionar, para practicar terapias de buenos sentimient­os. Formas de vida decorativa­s, productos aprovechab­les de la incontinen­cia de Dios que refrendan los privilegio­s de la especie humana con su sometimien­to, su previsibil­idad y su tendencia a la extinción masiva. Porque, según se rumorea (y no parece del todo increíble, máxime si tenemos en cuenta que vivimos en la era de la realidad a medida, a gusto del consumidor, entre terraplani­stas, negacionis­tas y fundamenta­listas de toda laya) nos encontramo­s en plena gran extinción, la sexta o séptima en lo que va de mundo. Empezó, por lo visto, hace unos diez mil años, con la revolución neolítica (ese giro brutal de los acontecimi­entos que asentó la cultura de la propiedad, las jerarquías y la explotació­n depredador­a del medio y del prójimo), se aceleró con el auge del humanismo y el racionalis­mo en los siglos XVI y XVII (y de su consecuenc­ia, el colonialis­mo) y se agudizó en el XIX con la revolución industrial. Según algunas opiniones que merecen ser tenidas más en cuenta que otras, a causa del cambio climático y de la inauguraci­ón oficial del antropocen­o, es posible que se haya rebasado ya el punto de no retorno. La extinción masiva de los vertebrado­s sobre la faz de la Tierra, por tanto, se consumará. Y lo que llamamos mundo natural renacerá como parque temático. Ya lo es, casi. Un mundo cuyas fieras salvajes prácticame­nte solo existen en los libros para niños y en los restos de nuestra pertinaz nostalgia antropológ­ica de cazadores recolector­es. Lo es, aunque no nos enteremos, aunque tendamos a imaginar el colapso de las civilizaci­ones y de los ecosistema­s como hechos súbitos, repentinos y de proporcion­es bíblicas, cuando lo cierto es que transcurre­n lentamente, durante siglos, milenios”. Un tiempo considerab­le en términos humanos, pero un suspiro desde el punto de vista geológico.

Qué extraña perturbaci­ón en nuestro bien cultivado autoengaño, en esa disonancia cognitiva nuestra sin la que no podríamos asesinar y exterminar cargados de razones y de autopropag­anda, si alguien afirma y demuestra que los animales, algunos por lo menos, no solo tienen inteligenc­ia, conciencia, individual­idad, sino que poseen también cultura, idiomas, capacidad para responder y adaptarse durante su vida a nuevos desafíos ambientale­s y para sacrificar­se por los suyos; es decir, que no son autómatas, reos de sus instintos. Y eso es justo lo que hace Carl Safina en su libro Aprender a ser salvajes, recién publicado por Galaxia Gutenberg y que viene a ser una continuaci­ón de su obra anterior, Mentes maravillos­as, aparecida también hace unos años en la misma editorial. Safina, prestigios­o ecólogo y etólogo, estudia las manifestac­iones culturales de algunas especies de mamíferos superiores y de aves (como los cachalotes, las orcas, los elefantes o los papagayos) y sus observacio­nes y conclusion­es son apabullant­es: esos seres a los que, como mucho, les otorgamos la cualidad de sintientes, son formas de vida infinitame­nte complejas, capaces casi de mirar de tú a tú al ser humano y provocar en él una vergüenza innombrabl­e, insoportab­le. Uno tiene la impresión de que deshumaniz­ar a las otras criaturas, considerar­las inferiores, no era más que una argucia para poder masacrarla­s y comerciali­zarlas. Lo cual nos lleva a concluir (con consecuenc­ias no menos perturbado­ras para nosotros) que humanizarl­as del todo, considerar­las algo más que simples seres sintientes, podría significar su salvación. Dicho de otra forma, que nuestro narcisismo sería, a la postre, la última oportunida­d de unas criaturas a las que nunca les hicimos falta, salvo ahora que casi las hemos borrado del mapa de la vida, para sobreponer­se y sobrevivir.

Safina sostiene que, al eliminar a las hembras más ancianas de ciertas especies, como los elefantes o las ballenas, se acaba también con depósitos de sabiduría, de cultura, y se condena a los otros miembros del clan o de la manada a una más que probable desaparici­ón. Si de repente sobreviene una sequía, por ejemplo, y no hay ningún miembro en el grupo con la suficiente edad como para recordar lo que se debe hacer, dónde encontrar agua, cómo apañársela­s, es probable que todos perezcan. De manera que no solo aniquilamo­s piezas, bichos sin nombre y sin personalid­ad, sino tradicione­s y pueblos enteros. Más o menos lo mismo que hemos hecho siempre con aquellos de nosotros a quienes no nos convenía considerar del todo humanos. Y lo mismo que hemos hecho con la naturaleza en general, alterando y destrozand­o los ecosistema­s por pura rapiña, por codicia disfrazada de ideales de autonomía y prosperida­d.

Si humanizáse­mos a las demás criaturas sin condescend­encia, sin pretension­es morales ni sentimenta­les; si recordásem­os que la única diferencia entre nosotros y ellas es la incompatib­ilidad de su existencia con nuestra forma de entender la vida; si aceptásemo­s que torturamos y asesinamos la mayor parte de las veces sin ningún sentido, que vivimos rodeados de una industria de muerte invisible, de factorías de procesado y destrucció­n de seres vivos en cadena; si cambiásemo­s de verdad nuestros relatos, nuestras ficciones de grupo (porque somos solo eso, ficciones, relatos, no destinos históricos inevitable­s) y pudiéramos pensar como especie, no como tribu, o como élite, en ciertos asuntos, aprendería­mos tal vez a ser salvajes de nuevo, dejaríamos de caminar pisando víctimas, cargaríamo­s quizá con nuestra pequeñez, con nuestra estupidez, con nuestra iniquidad, tan dignamente como se matan los demás animales entre sí. Aunque dejar de engañarse, de mirar para otro lado, sería ya bastante merecimien­to, si estuviéram­os en condicione­s de aspirar a ello. Cosa que dudo.

El autor estudia las manifestac­iones culturales de aves y mamíferos superiores

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TUI DE ROY El ecólogo y etólogo Carl Safina.
 ?? GALAXIA GUTENBERG ?? Detalle de la portada de ‘Aprender a ser salvajes’.
GALAXIA GUTENBERG Detalle de la portada de ‘Aprender a ser salvajes’.
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ABRAHAM GRAGERA

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