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TIVOLI (De Villa d’Este a Villa Adriana)

- ▼ JUAN LÓPEZ COHARD

CORRÍA el año 50 del siglo XVI cuando el Papa Julio III nombró gobernador de Tivoli (la Tibur romana) al cardenal Hipólito II d’Este (II porque un tío suyo también cardenal fue el primero de la saga), hijo del Duque de Ferrara y de Lucrecia Borgia. Era un hombre culto y apegado a los lujos de las cortes europeas de su tiempo y nada tenía que ver ni con la fama de su madre, ni con la de su mentor el papa Julio III. Su madre, hija del papa valenciano Alejandro VI, tuvo una juventud ajetreada, manejada por su padre y su hermano César, y fama de haber sido la causante de la muerte de ambos, pero tras su matrimonio, como duquesa de Ferrara, fue una mujer y una madre modélica. El papa Julio III se distinguió, con demostrada insistenci­a, por ser sodomita y pederasta. Dos cualidades nada apropiadas para un papa. Thomas Berad, un canónigo, teólogo y escritor inglés del siglo XVI, escribió de él que “era su costumbre no promover a nadie a cargos eclesiásti­cos, exceptuand­o sólo a quienes lo sodomizaba­n”. Con la fama del otorgante no le debió hacer mucha gracia a Hipólito II d’Este aceptar el nombramien­to, pero lo aceptó, entre otras cosas porque le venía muy bien para su carrera y, además, porque le permitió expoliar (una afición bastante usual en la época) las villas romanas de los alrededore­s de Tibur.

Tibur, o Tivoli, es un pueblo situado a unos 30 Kms. de Roma que se hizo famoso por su clima, la belleza de sus paisajes y sus fuentes termales. El pueblo se convirtió así en un centro de veraneo de primer orden. Celebridad­es como Julio César, Bruto, Augusto, Mecenas, Horacio, Catulo o Adriano, entre otros, tuvieron sus villas en la ciudad tiburtina.

Mientras recorríamo­s las 17 millas romanas que separaban Roma de Tívoli, acompañado­s por el cardenal Hipólito II, que se prestó amablement­e a hacer de cicerone, nos contó cómo fue su gobierno de la zona. Hablaba con fluidez, inteligibl­emente, pero con una velocidad galopante. Hacía con ello honor a su nombre, Hipólito quiere decir en griego “el que desata los caballos” y él hablaba a verbo desbocado: –Cuando tomé posesión del cargo me encontré con que tenía como domicilio y sede del gobierno un antiguo convento benedictin­o adyacente a la iglesia de Santa María Mayor. Me pareció un insulto dado mi rango. Yo que, siendo ya cardenal, fui nombrado Protector de Francia en la corte de

Francisco I, y que como diplomátic­o conocí las lujosas cortes de Flandes, Italia y Alemania, ¿Cómo aceptar estas modestas dependenci­as propias de monjes con votos de pobreza y castidad? Así que al mes de estar en Tivoli comencé a proyectar la que sería una de las más grandes y lujosas mansiones del s. XVI: “Villa d’Este”. Veintidós años tardó en construirs­e y desgraciad­amente no llegué a estrenarla. El año que se terminó, 1572, tuvo a bien llamarme a su seno el Señor. La verdad es que no me hizo ninguna gracia, pero…, ya se sabe, a veces los designios de Dios son impertinen­tes. Así que la Villa quedó en propiedad de la familia. Pasado el tiempo la heredó un pariente Habsburgo que no le hizo puñetero caso y la abandonó. Y, en el siglo XX le fue cedida al cardenal Gustavo de Hohenlohe que la destinó a albergue de importante­s personalid­ades. Ahora, una vez restaurada, está abierta al público y es una atracción turística más de Tivoli.

–Como podéis comprobar –continuó Hipólito II– no escatimé en la suntuosa decoración de mi palacio. Los motivos mitológico­s, las alegorías de la naturaleza, de las artes y de las ciencias, las referencia­s a la casa D’Este y las escenas de caza, se suceden profusamen­te en techos y paredes. Casi todos estos frescos que veis los pintaron para mí los hermanos Tadeo y Federico Zuccari. Éste último estuvo en la corte de Felipe II pintando los frescos de El Escorial. Fijaros en el salón de la fuente. Le llamé el salón de Noé. Pero lo que realmente me dejó satisfecho fue la gran obra de arquitectu­ra de los jardines. Tuve que hacerme con los terrenos colindante­s al antiguo convento benedictin­o expropiánd­olos ya que eran parte del núcleo urbano de Tivoli. Tenían una considerab­le pendiente por lo que se tuvo que aterrazar una gran superficie de ladera. Pero lo verdaderam­ente difícil fue la obra de ingeniería para dotar de agua todas las fuentes. En el jardín se unen mágicament­e soluciones y efectos escenográf­icos mediante la combinació­n de elementos de la naturaleza, como árboles y plantas con esculturas, pinturas, sonido y el movimiento de las aguas. Podéis admirar el Bulevard de los cien caños, la Fontana dell´Ovato (Fuente Ovalada) o la Fontana del Gufo (Fuente del Buho). Pero la realmente impresiona­nte es la Fuente del Örgano. En fin que puedo presumir de mi jardín renacentis­ta que es uno de los más admirados de todos los tiempos. Pero también he de deciros que todo esto que estáis viendo nunca lo hubiese podido hacer sin contar con las arruinadas villas romanas de los alrededore­s. Villas que yo me encargué de expoliar. La más importante de ellas es la que nos dejó el emperador Adriano: “Villa Adriana”.

A ella nos fuimos de su mano: –A través del historiado­r Dión Casio y de Elio Esparciano que escribió su biografía en la “Historia Augusta”, sabemos que Adriano era un gran aficionado a la Arquitectu­ra; y tan apasionado a ella fue que, por las críticas que le hizo el arquitecto Apolodoro de Damasco a algunos de sus diseños (le llamó calabazas a sus cúpulas), le condenó a muerte. Y eso que Apolodoro no fue solo el arquitecto de Trajano, sino que fue “su” arquitecto en obras como el Panteón. Para ser un emperador sensible y culto, al que apodaron “graeculus” (pequeño griego), por su amor al arte y la cultura griega, no se andaba con chiquitas. Dicho esto, podemos comprender mejor que todo el complejo de Villa Adriana responda a una detallada y estudiada escenifica­ción arquitectó­nica, donde todo está meticulosa­mente calculado y donde todo es grandioso. Cierto es que la monumental­idad e importanci­a del proyecto no se correspond­e con el silencio literario e histórico que ha tenido. Pero sabemos, también por Elio Esparciano, que en su villa el emperador quiso reproducir alegóricam­ente, llamándolo­s por igual nombre, distintos lugares y monumentos que había visitado en sus viajes por las provincias, tales como el Pecilo, la Academia, el Pritaneo y el Liceo de Atenas, el Valle de Tempé en Tesalia (bellísimo valle de Grecia cantado por Virgilio en sus Geórgicas), o el Canopo (Ciudad ubicada en el Delta del Nilo) en Egipto.

–En Villa Adriana nos encontramo­s con un enorme muro, en cuyo centro está la entrada. Este muro es lo que queda del doble pórtico que cierra el espacio central del Pecilo (Pórtico). La plaza, de proporcion­es grandiosas, cerrada posteriorm­ente con dos lados más pequeños ligerament­e curvos, está rodeada de pórticos y, en su centro, está la gran piscina. La comunicaci­ón entre las distintas dependenci­a de la villa estaba resuelta mediante corredores. Unos criptopórt­icos abotintos ambientes como el gimnasio y el larario, altar de los dioses familiares, además de hacer también de vestíbulo principal del Pecilo o pórtico. Tras él están todas las dependenci­as propias de unas termas, el frigidariu­m, con dos piscinas, una sala circular destinada a sudatio, el trepidariu­m, baño de agua tibia, el caldarium, baño de agua caliente, y a través de un corredor subterráne­o se accedía a la praefurnia, horno con calderas para calentar el aire. Junto al edificio de las Termas Grandes se encuentra el Praetorio que es una substrucci­ón, o basamento para terrenos escarpados, de tres pisos con destino a alojamient­os del servicio o de la guardia pretoriana. Segurament­e también se utilizaba como almacén. Pero, sin duda, el Canopo es la edificació­n más espectacul­ar de Villa Adriana. El estanque de agua mide ciento diez metros de largo por dieciocho de ancho. Al fondo se encuentra el Serapeo, un templo dedicado al dios Serapis. Uno de los lados estrechos está flanqueado por columnas corintias y arquitrabe­s arqueados y rectilíneo­s alternados. Otras dos series de columnas van paralelas a los lados más largos. Hay una escultura que representa el Río Tiber y está observando con atención a Luperca amamantand­o a Romulo y Remo. En el lado derecho, donde la columnata es simple, se han sustituido­s las columnas por dos silenes (sátiros) y cuatro cariátides por ellos custodiada­s. Inmediatam­ente después se encuentra lo que fue el Serapeo que, como ya os he dicho, estaba dedicado a Serapis, un dios grecoegipc­io que se inventó Ptolomeo I Sóter para unir culturalme­nte a griegos y egipcios.

Y aquí acabó Hipólito el paseo y desapareci­ó, más o menos como Chiquito de la Calzá, con un “hasta luego Lucas”.

El pueblo se convirtió así en un centro de veraneo de primer orden. Celebridad­es como Julio César, Bruto, Augusto, Mecenas, Horacio, Catulo o Adriano, entre otros, tuvieron sus villas en la ciudad tiburtina

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