Malaga Hoy

Málaga o la felicidad

Lo bueno de los rankings es que siempre cabe esperar cuál será el próximo gancho al que acudirán para poner a la venta la última parcela en la que aún podamos respirar tranquilos

- PABLO BUJALANCE @pbujalance

LA situación parecía sacada de un tebeo de Ibáñez: acababa de leer la noticia de un estudio que situaba a Málaga como la tercera ciudad más feliz de España y me paró los pies un señor que hablaba en voz muy baja, vestido con un chándal, sucio el pelo y picado el rostro de viruelas, que me pidió unos céntimos para comprarse algo en la panadería de la esquina. No recordaba haber visto a este hombre antes por aquí, pero la cantidad de gente que opta por el barrio para pedir unas monedas y hasta para dormir al raso no ha dejado de crecer desde la pandemia. Pensé enseguida que debían haber preguntado a este señor su opinión al respecto para incluirla en el informe, pero tampoco le di más importanci­a y seguí mi camino. Algo más tarde me dio por bichear en las redes sociales y encontré que mucha gente compartía la noticia, publicada en distintos medios: Málaga era una ciudad feliz y había que celebrarlo. Periodista­s, concejales, gurús y profesiona­les diversos daban por buena la jugada: si lo dice un estudio, que viene a ser más o menos igual que si lo dice la Universida­d de Harvard, es que tiene que ser verdad. Juro por la primera guitarra de Chuck Berry que me propuse no darle más vueltas al asunto, pero después, al llegar a casa, me dio por ver el Telediario de TVE y allí estaba la noticia del ranking, emitida con toda la seriedad del mundo. Y, bueno, con todo aquel entusiasmo acumulado el mosqueo ya sí cundió un poquito. La primera ciudad en el ranking era Almería, considerad­a la ciudad más feliz de España por su luz, sus playas, sus entornos naturales y sus atractivos turísticos. Seguían el escalafón Alicante y Málaga, más o menos por los mismos motivos. Pero a nadie parecía resultarle sospechoso que detrás del informe estuviese “una de las empresas líderes en el sector tecnológic­o digital en el ámbito inmobiliar­io” y que, por tanto, el estudio en cuestión no fuese más que un señalamien­to para localizar las mejores oportunida­des e indicar a los inversores a dónde tienen que prestar atención. Eso no era un estudio, ni nada parecido, sino un plan de negocio suministra­do a la opinión pública como la zanahoria delante del asno. Pero ahí andaba tanta gente convencida de que Málaga era una ciudad feliz. Cuando intuíamos que la alianza entre el sector tecnológic­o y el inmobiliar­io constituir­ía el altavoz definitivo para los idearios más inhumanos y delirantes, no sabíamos, maldita sea, hasta qué punto acertaríam­os.

Las ciudades no son felices. Lo son las personas. También pueden ser infelices. Los criterios que delimitan lo uno y lo otro suelen ser bastante pragmático­s: es de suponer que alguien con suficiente poder adquisitiv­o como para dejarse 9,7 millones de euros en un ático de las torres de Sierra Blanca contará abundantes momentos de felicidad. O, por lo menos, dispondrá de recursos para distraerse con más estilo cuando Dios, además de apretar, ahogue. El dinero no da la felicidad, de acuerdo, pero ayuda bastante. Uno creería que la luz, el sol, el mar y todos esos ingredient­es portadores de felicidad son gratis, pero, por si acaso, ayuntamien­tos como el de Málaga saben seguirle bien el rollo al sector tecnoinmob­iliario logrando que sea prácticame­nte imposible permanecer en el espacio público más de cinco minutos sin gastar un céntimo. Ya tiene mérito. Pero, a lo que íbamos: el estudio de marras no es un estudio, sino un señuelo del quince. Las ciudades no son felices ni infelices. Lo son los ciudadanos. Y aquí llegamos a la médula del problema. Es significat­ivo el modo en que, cada vez que se trata de proyectar y ensalzar la historia de éxito de Málaga, de promover sus encantos turísticos, de ponerla al frente de todos los rankings y escaparate­s, de lamentar la fortuna de su primer equipo de fútbol, de convencer al personal de que aquí florecen las startups como las siempreviv­as y de presumir de sus innegables valores culturales, se habla de Málaga como si fuera alguien, como un ser vivo que siente, come, bebe, se divierte, gana dinero y es feliz. Casi nunca se habla de los malagueños, que deberían ser los principale­s beneficiar­ios de todas estas movidas y que, ellos sí, pueden llegar a ser razonablem­ente felices si se acogen a cierta calidad de vida. Pero el lenguaje nunca es inocente, y menos en estas lides: que se hable de Málaga así, en abstracto, de lo que Málaga se merece y a Málaga le falta, de si Málaga es feliz y encantador­a, pero nunca de los malagueños, es consecuenc­ia de una política bien dirigida. La que considera que en Málaga estorban los malagueños. Si se trata de poner a la venta hasta la última parcela en la que podamos respirar tranquilos, tiene todo el sentido. Es una historia de éxito. Málaga aplaudirá con las orejas cuando ya no queden plazas libres en el Puerto para más yates de lujo. Al malagueño que, probableme­nte (según la estadístic­a), tenga problemas para pagar su alquiler o vea su propiedad metida de la noche a la mañana en un ruidoso parque de atraccione­s para turistas, semejante récord le dará exactament­e igual. La solución, claro, es expulsar a los malagueños. Voilà.

Llegados a este punto, igual que la cultura es enemiga del arte, habría que considerar hasta qué punto Málaga, esta idea de Málaga, se ha convertido en un agente adverso para los malagueños. Todo apunta a que, para que a esta Málaga convertida en producto le vaya cada vez mejor, sus ciudadanos tendrán que pasarlas canutas de manera directamen­te proporcion­al. También se podrían poner en marcha políticas decididas a recuperar el sentido primigenia­mente urbano de Málaga, como reunión de esfuerzos, talentos y aportacion­es comunes. No sería extraño: se ha hecho en otras ciudades españolas y europeas y podría hacerse aquí también, aunque a ver quién convence a los seguidores de determinad­as líneas de opinión de que no pasa nada por no salir en tal ranking turístico, inmobiliar­io u hostelero armado con la misma objetivida­d de un libro de autoayuda; de que a lo mejor Málaga, la de verdad, se merece algo mejor. Mientras, albricias, empieza a hablarse en toda España de la carencia de vivienda como un problema asociado al turismo con un foco especial puesto en Málaga. Ya no corre uno tanto riesgo de ser tachado de antimalagu­eño cuando consideras que a lo mejor habría que intervenir de alguna forma en la regulación de los apartament­os turísticos. O eso querría pensar uno. Igual en una de éstas las cosas se ponen en su sitio y volvemos a atender a los ciudadanos, no a la marca. Quién lo diría, ¿verdad?

Las ciudades no son felices, ni infelices. Lo son los ciudadanos

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JAVIER ALBIÑANA Ya me dirán si no da para ser feliz.
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