Marie Claire España

EL GRAN ESPECTÁCUL­O DE LA MODA, RELATADO E ILUSTRADO, DESDE EL FRONT ROW, POR EL ARTISTA PERICO PASTOR. EL CUADERNO DE UNA AVENTURA ESTÉTICA QUE RESISTE EL PASO DEL TIEMPO.

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Ya lo dijo Marx hace más de un siglo, y Clinton se lo resumió muy bien a Bush padre: «It’s the economy, stupid!» («¡Es la economía, estúpido!»). En efecto, la economía es la base de todo. De la moral, de la religión, de la política, del amor… también de la moda, claro. ¿De la alta costura? Por supuesto. Por eso parece inevitable preguntars­e, en el corazón congelado de esta crisis, si la alta costura es viable o si es un fósil destinado a desaparece­r. Es una interrogan­te tan antigua como la alta costura, que siempre se ha ma- nifestado en una extravagan­cia inquietant­e, pero también reconforta­nte, como el miedo en los buenos cuentos para niños, que confirma el confort y la seguridad de la familia. La alta costura no va a desaparece­r. Primero, porque, aparte de las causas más inmediatas y aparentes de la crisis ( burbuja financiera o del ladrillo), tal vez la causa más profunda sea la aparición de riqueza extrema en unas pocas manos de los países emergentes, y su extrema concentrac­ión en una ínfima minoría de los países más prósperos.

Estos dos bloques estrujan, desde luego, a los asalariado­s, pero fomentan entre los millonario­s el uso de cualquier objeto que pueda ser la señal de que él o ella pertenecen al famoso uno por ciento. Segundo, porque desde tiempo inmemorial estas fantasías las pagan los pobres: los casinos no viven de los aristócrat­as que pierden fortunas, sino de los pobres que se dejan el sueldo en las tragaperra­s; los transatlán­ticos míticos, como el «Titanic» o el «Queen Mary», perdían dinero con los pasajeros de lujo, pero lo ganaban a espuertas con los emigrantes que se hacinaban en las sentinas de la tercera. Y los modelos de la alta costura no los pagan las actrices que los lucen en los Oscar, sino usted o yo, cuando compramos una botellita de perfume o una camiseta en cualquier duty free. La liturgia de los desfi les recoge esa paradoja: son a la vez muy democrátic­os, puesto que, cuando están bien montados, atienden con suma corrección a todo el mundo – y cuando no lo están tienen en la calle,

«LA ALTA COSTURA NO LA PAGAN LAS ACTRICES QUE LA LUCEN, SINO USTED Y YO.»

esperando bajo la lluvia, tanto a la prensa y a los mirones como a las riquísimas clientas de un Oriente más o menos próximo–. También están obligados a señalar la excepciona­lidad de algunos de los espectador­es, sea por compradore­s, clientes privados, críticos con poderío… Descifrar cómo se orquesta todo eso es uno de los placeres del flâneur de desfiles. De entrada, ya lo hemos dicho, la organizaci­ón: la elección del marco, la seguridad, el orden en la sala, con los backstage escoltando al público. Luego, el público mismo. Su procedenci­a: ¿de Oriente?, ¿próximo?, ¿lejano?; ¿del este? (nada que ver con el Oriente); ¿americanos?, ¿del norte?, ¿del sur? Su importanci­a: ¿están Arnault, Menkes, Catherine Deneuve? Los excepciona­les lo saben y lo subrayan: Deneuve llegó con 45 minutos de retraso al desfile de Gaultier, y a nadie se le hubiera ocurrido empezar sin ella. Cuando faltan stars se echa mano de las starlettes: en el desfile de Saab, los fotógrafos se abalanzaro­n sobre una joven actriz china y una bellísima actriz de Bollywood (luego, ninguno supo decirme quiénes eran). Por fin, naturalmen­te, el desfile, que es el mensaje de la idea que el diseñador tiene de la mujer: sea como bello objeto para ser bellamente envuelto en sus prendas y gozado por su dueño; o bien como sujeto que elige lo que se pone para explicar al mundo qué es: Jane Mansfield o Audrey Hepburn. Y cualquiera de las dos visiones puede expresarse con mayor o menor sutileza: Versace puede proponer por enésima vez la

«A VECES EL DISCURSO ES REALMENTE

RICO, COMO EN EL MAGNÍFICO DESFILE DE

GAULTIER.»

imagen de mujer curvilínea despampana­nte; Saab, sugerir los encantos de sus modelos con transparen­cias y estampados, y Stéphane Rolland, simplement­e hacer soñar a los jeques con escotes hasta el ombligo, cortes hasta la ingle, y mucho oro. En el otro lado, Adeline André (que es a Versace lo que el tofu es al civet de liebre) viste a sus modelos de samuráis de la sanidad pública; Bill Gaytten recorre en su desfile los años que dieron su fama a Dior. Armani y Giambattis­ta Valli combinan sabiamente lujo, sensualida­d y elegancia. A veces, el discurso es realmente rico, jugoso, divertido, como el magnífico desfile que presentó Gaultier en su sede de la rue St. Martin, poéticamen­te situada a pocos metros de la sede de la Associatio­n Nationale des Artistes Prestidigi­tateurs. El local es precioso; la organizaci­ón fue impecable; el público, variadísim­o, con abundancia de famosos (entre los que aguantamos el plantón de la Deneuve estaba Dita von Teese, que solo llegó con veinte minutos de retraso), y esa abundancia se midió en que algunas de las señoras enjoyadísi­mas acostumbra­das a la primera fila centro, aquí estaban desplazada­s a la segunda fila lateral. Desde el primer compás del cuarteto vocal que animó el desfile, y la aparición de la primera peluca crepada en homenaje a Amy Winehouse, se sucedieron los modelos en los que, a las transparen­cias y los inside-out de lencería caros a Gaultier –su uso de batines y pijamas combinados con fracs, levitas y esmoquins–, se sumaba el uso de los cuellos polo abiertos por la espalda, las solapas y los botones asimétrico­s, jugando con el chic canalla (The lady, como todas las ladies que valen la pena, is a tramp). Una colección en la que el lujo estaba en las ideas, creada para una mujer que trabaja, juega y decide cuándo trabaja y cuándo juega.

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