GUISO DE AVIÓN
Servidora no vivió aquellos tiempos en los que viajar en avión estaba al alcance de tan pocos que la experiencia, por exclusiva, incluía lujos como manteles de hilo, platos de loza y cubiertos metálicos que hoy ni soñaríamos con empuñar en pleno vuelo. Lo que sí experimenté varias veces, como tantos otros de mi edad, fue el regocijo ante la bandeja compartimentada que los azafatos colocaban sobre tu mesita desplegada, y en concreto, ante el kit de recipientes cuyo protagonista era aquel que venía cubierto por una lámina de estaño para mantener templados los macarrones blandengues o el guiso de ternera que constituían el meollo de la comida. El zumo de tomate se convirtió enseguida en la bebida oficial de mis escasos vuelos de adolescencia junto con la Pepsi, pues la minilata de 150 ml se consideraba ya en aquel momento un tesoro para coleccionistas. Y si el avión despegaba desde un país extranjero camino del nuestro, ¡ay!, gran emoción: en nuestras bandejitas bento se hallaban, despidiéndonos, las marcas y productos que dejábamos atrás en el espacio-tiempo: la galleta alemana especiada, la porción de queso emmental o la vinagreta de nombre impronunciable. Y para abrir toda esa colección de envases con las manos limpias se nos ofrecía la indispensable toallita refrescante. Años más tarde, ya en los noventa, probé el jengibre fresco por primera vez y pensé que me estaba llevando a la boca una refreshing towel por error. Por eso durante un tiempo no me atreví a integrarlo en mi dieta, pero ahora que hay escasez de estofados, y por tanto, de toallitas refrescantes con las que limpiarse en los trayectos intereuropeos, muerdo el jengibre fresco con los ojos cerrados, me dejo llevar... y me traslado a 1983, voy en pleno vuelo Orly-barajas, a punto estoy de quitarle la tapa de estaño a mi guiso aeronáutico. *
Mercedes Cebrián es escritora.