TENEMOS MIEDO
LA CRISIS DE LA CONSTRUCCIÓN Y LA LLEGADA DEL GPS HAN CONVERTIDO EL MUNDO EN UN SITIO MENOS SEGURO. LOS ANCIANOS LIDERAN LA OLA DE VIOLENCIA. PASEN Y VEAN.
Bueno, alguien tenía que decirlo. Y ese alguien soy yo, en nombre de mis cincuenta mejores amigas. Hay que ser valiente para hacerlo y sin duda esta columna provocará amenazas. Pero, una vez más, estamos obligadas a darlo todo. Verán. El fenómeno se produce en ciudades y también en algún pueblo. Tiene que ver con dos problemas: la crisis de la construcción y los GPS.
Hubo un tiempo en que no había crisis en la construcción. Abro paréntesis, pero es un poco largo. (No sé si se acordarán de ese tiempo feliz en el que no había crisis en la construcción y despreocupados y descamisados obreros silbaban el cuerpo femenino que se les pusiera por delante, conscientes de su labor social para con nosotras, las lectoras de esta revista, que tan necesitadas estamos de amor, por haber tenido una infancia muy difícil.) En esos tiempos sin crisis en la construcción, los ancianos de las grandes ciudades miraban las obras. Comentaban los progresos de tal bloque, los errores de este otro... A veces daban consejos al señor de la retroexcavadora sobre cómo aparcarla. En esos tiempos felices, yo siempre pensaba que los periódicos deberían incluir una sección de crítica de edificios hecha por nuestros abuelos. Ahora ya no hay obras y esos abuelos de antaño se han dispersado. Están tan desconcertados como nosotras, que nos hemos quedado sin piropos (y vaya por delante que no es cosa de la edad). Por otra parte, cuando no había GPS, los ancianos de los pueblos se sentaban en un banco a esperar a que algún conductor perdido les pidiera cualquier indicación: «Oiga, perdone, ¿por dónde se va a tal sitio? » . En ese momento, los ancianos eran felices. Se sentían realizadísimos. Lo sé porque entre ellos se encuentran familiares de mis cincuenta mejores amigas ( míos no, porque estoy sola en el mundo). Estos ancianos levantaban el bastón (atrezo imprescindible) para indicar: «Por ahí, ¡todo recto!». A veces, hasta se montaban en los coches de los turistas y les acompañaban. Con dos conductores que les preguntaran, ya echaban la mañana. ¿ Lo comprenden? Pero ahora la voz femenina, aburrida, metálica, tan poco sexy del GPS les ha arrinconado. También se han dispersado, y perdón por la rima. En fin, no sigo, porque no quiero parecer una canción de Sabina.
El caso es que los ancianos familiares de mis cincuenta mejores amigas, para acarrear este vacío existencial, se han vuelto algo punkies sin querer. En lugar de sacar un disco, como hizo el mes pasado mi admi- rado Leonard Cohen, al que siempre querré y amaré, se colocan en los pasos de cebra. A primera vista los conductores podrían pensar que lo que quieren es pasar. Pero no es del todo cierto.
Quieren pasar, sí. (Sin ningún objetivo, también es verdad.) Y les da miedo que los coches les atropellen, sí. Y es por eso que levantan el bastón o la mano. Y es por eso que increpan a los conductores, sí, sí. Pero –que Dios me perdone– lo que en realidad desean es que los conductores no se paren. Lo que quieren es echarles la bronca. ¡ Les encanta! Y para conseguirlo, les confunden. Primero, fingen ser amables. Con la mejor de las sonrisas le indican al conductor que puede pasar. Cuando éste lo intenta, levantan el bastón y le golpean el capó. Si el conductor se para a tiempo, se detienen en medio del paso de cebra hasta que cambia el semáforo. Díganme que lo han visto. Díganme que no es normal que cien metros antes de llegar al semáforo haya un anciano que te amenace «por si acaso». Díganme que no estamos solas. Tenemos miedo.