CITA CON... ELENA OCHOA
MODERNIZÓ SEXUALMENTE ESPAÑA Y HOY ES UNO DE LOS NOMBRES CLAVE DEL ARTE INTERNACIONAL. UNA SOCIALITÉ DEL MUNDO DE LA CREACIÓN, TAN PODEROSA COMO DISCRETA.
«TAMBIÉN DOY GRACIAS POR MIS ENEMIGOS, QUE ME ENSEÑAN LOS LADOS OSCUROS DE LA EXISTENCIA.»
Una madrugada, rozando el nuevo milenio, en la boca de metro de Alonso Martínez, Eduardo Punset, uno de los pocos habitantes del planeta que se mueve más rápido que su sombra, mientras diseccionábamos «La España impertinente», un viejo ensayo que había escrito en el 87, cuando aún se debatía entre volver a ser ministro, hacer fortuna o convertirse en un gurú mediático, me aclaró que en aquella obra de culto la palabra impertinente no acarreaba el sentido peyorativo y faltón que normalmente se le adjudica: «Su mejor acepción es la que proviene del verbo latino pertinere, ser de o pertenecer a. El sentido que yo le aplico en mi libro es justo el contrario; los grandes impertinentes de la historia son personajes difíciles de clasificar, que no son ni pertenecen a nadie; buscan su camino al margen de las reglas establecidas. Y triunfan. Es gente sin carnet». Después lanzó un batiburrillo de nombres al vuelo: «Jovellanos, Suárez, el periodista Feliciano Fidalgo y el empresario Gabriel Escarrer. Raros, distintos, desclasados y genios de lo suyo. Amancio Ortega también sería un buen modelo de impertinente». Aquella noche
deberíamos haber añadido a esa lista una sexta impertinente; una mujer: Elena Foster. Alguien que ha hecho a lo largo de su vida, sin perder un ápice de su educación exquisita ni su sonrisa de Gioconda de melena flamígera, lo contrario de lo que se esperaba de ella. Es decir, lo que le ha dado la gana. Y le ha ido bien. Ni la educación castrense de los López de Ochoa, ni el internado monjil de La Coruña, ni las buenas compañías galaicas lograron hacer de ella una niña bien de provincias al uso. Niña bien, sí;
pero impertinente. A su aire. De los pies a la cabeza. Vividora. Imprevisible. Obstinada. Hizo una buena carrera académica con escalas en Cambridge, Chicago y UCLA; se doctoró en Psicopatología; se codeó con ricos y divinos en salones entelados y las madrugadas nebulosas del Cock; habló de sexo en televisión. Una noche de 1994 conoció a Norman Foster, posiblemente el arquitecto más influyente de las últimas décadas; ya no se separarían. En 1997 creó Ivorypress, más que una editorial o una galería de arte, su particular fábrica de ideas. Una trepidante coctelera escondida entre el hormigón de un viejo garaje madrileño con tentáculos en Londres, sobre el estudio de Foster and Partners, y su castillo de Vincy, en Suiza. Se guió por sus tripas. Sedujo e implicó en sus proyectos a los más grandes del arte, algunos de los cuales no sabían ni situar a España en el mapa: desde Richard Long, Cai Guo-Qiang, Kapoor o Anthony Caro, hasta Zaha Hadid, Not Vital o Ai Weiwei. Hablamos esta Navidad mientras recorría en su limusina la hora larga que separa Manhattan de Long Island, con destino al estudio de Ilya Kabakov y su mujer, Emilia, dos grandes del arte contemporáneo a los que quiere a traer a España. Se había levantado a las seis para repasar fotografías inéditas con su vecino y colaborador Daniel Wolf con el fin de publicarlas en C Photo. Preparaba su tradicional fiesta de enero en Suiza junto a sus cómplices artistas: Thomas Demand, Andreas Gursky, Peter Handke, Hubert Burda, Hans Obrist. Pero esa mañana estaba metida en un prosaico atasco. Se encendió un cigarrillo. «Estoy como siempre, sin parar, con mis hijos creciendo: Paola, de 14 años, que trabaja para ser una buena escritora y tiene mucho talento y una personalidad arrolladora, y Eduardo, de 11, que quiere ser inventor y tiene el genio de su padre. El resto son viajes de China a Silicon Valley; de Brasil a Berlín; de Londres a Pekín a veces volviendo el mismo día; el trabajo en Ivorypress, proyectos en redes sociales relacionados con la creación y, por supuesto, siguiendo a mi marido. Difícil equilibrio, que por ahora funciona con una enorme felicidad y también un esfuerzo inmenso. Ante todo, dando gracias por estar viva, por tener amigos; también por mis enemigos, que me enseñan los lados oscu
ros de la existencia. Y, como siempre, azuzando día y noche y al tiempo tratando de calmar mi curiosidad y la necesidad insaciable de seguir arriesgando. No puedo pedir más. Que las cosas mejoren en mi país. Sería la guinda.»