Marie Claire España

HUYENDO DEL NARCO.

- por David López fotos núria López Torres

Mujeres en busca de su libertad.

LO DEJARON TODO DE LA NOCHE A LA MAÑANA. DEBÍAN HACERLO SI QUERÍAN SEGUIR VIVIENDO. HOY BUSCAN REFUGIO EN UN PAÍS, ESTADOS UNIDOS, QUE NOLAS QUIERE Y LAS RECHAZA. VIAJAMOS A TIJUANA PARA CONOCER LA REALIDAD DE LAS MUJERES QUE ESCAPAN A LA VIOLENCIA EN MÉXICO.

Ess ella! ¡Es ella! ¡Ella es la güera! ¡Él es su vato!". Han pasado unounos meses desde el 22 de mayo pero Zulia, de 38 años,añ enfermera de Acapulco, y sus dos hijos de 20 y 7 años aún se despiertan por la noche recordarec­ordando los gritos. Aquella noche un grupo de ocho hombres les detuvo a voces en la puerta de su cascasa. "No se espanten, somos de la policíalic­ía ministeria­lministeri­al", les dijeron. Pero aquellos hombres iban mal ve vestidos, con pantalones cortos y zapatillas. "Identifíqu­ense", les pidió ella. "¿Quieres identifica­ción"?, le respondió uno de ellos. Sacó su pistola de calibre corto y se la puso en la frente. Así empezaron los minutos más largos de sus vidas. Les obligaron a abrir la casa y los empujaron dentro. El año pasado habían matado al marido de Zulia allí mismo, en la puerta de la vivienda, cuando otro grupo de asaltantes quiso entrar y él no los dejó. Aquellos hombres buscaban a alguien. Pensaban que el hijo de Zulia era en realidad de su hija y que ella era la novia del tipo al que buscaban. Se equivocaba­n. Pero querían llevarse a la chica. Decían que la interrogar­ían y la traerían de regreso. "Llévenme a mí, no a ella. Yo ya viví la vida", cuenta Zulia que les chillaba. Mientras ella y su hija les repetían que aquello era un error, que no era la persona que buscaban, ellos las apuntaban con sus armas y las golpeaban en el suelo. Y de repente, "por un milagro de Dios", hicieron una llamada telefónica y reconocier­on que se habían confundido. Antes de irse les advirtiero­n que sa-

bían todo sobre ellos, que si denunciaba­n los matarían y que debían marcharse de allí para siempre. Zulia, un nombre falso, narra hoy su historia junto a su hija, que llora, la mira y sostiene su mano en el refugio para mujeres migrantes Madre Assunta en Tijuana. La ciudad fronteriza con Estados Unidos es la línea entre dos países más transitada del mundo. Sabe que aquella gente no perdona. Que Acapulco era "un puerto muy bello", y que hoy "es Irak". Que a todas horas en algunas colonias se escuchan las balaceras, que la gente ya no habla entre sí porque no se fían, que como mucho se saludan "porque saludar es de Dios", y que tras perder a su marido y lo que sucedió aquella noche del 22 de mayo allí no podían ya vivir. Así que empaquetar­on algo de ropa, dejaron su casa y se marcharon al norte, camino de EE. UU., para pedir asilo y tratar de empezar una nueva vida lejos de las armas y las balas.

LA ESPIRAL MEXICANA

El caso de Zulia no es único. Hasta ahora eran notorios los casos similares de familias del triángulo más violento de Centroamér­ica, el que forman Honduras, Guatemala y El Salvador. Miles de personas que escapaban de la violencia en sus países para buscar refugio en México o en Estados Unidos. Pero ahora a esa realidad se ha sumado también la de los propios mexicanos. En 2017 el país batió su récord de homicidios desde que se contabiliz­an oficialmen­te hace 20 años, con 29.168 muertos. Y este año ya se está superando de nuevo. La fragmentac­ión de los cárteles de la droga y su guerra abierta por el poder y el control del territorio han desatado en los últimos años una ola de violencia que afecta no solo a quienes mueren y matan por el negocio, sino también a familias como la de Zulia. Daños colaterale­s en una contienda cada día más virulenta. Las hermanas Lidia y Luz Estrada, del estado de Jalisco, lo saben bien. Ellas también huyen. Luz, incluso, ha tenido que dejar atrás, con su padre, a su hijo de nueve años. Él no quería que se fuera. A su hija pequeña, Lucila, apenas un bebé de meses, la lleva con ella. Como Lidia a Kylee, su hijo de un año. En marzo mataron en la calle a su hermano. De cuatro balazos. Lo metieron en su coche y le prendieron fuego. Tardaron cuatro días en encontrar el cuerpo. Todavía no saben si andaba metido en algo. Ellas vivían con sus niños junto a sus padres. Pocos días después 15 hombres armados irrumpiero­n en la casa para decirles que se tenían que ir de allí. Cuando preguntaro­n por qué, solo les respondier­on "¡cállense, hijos de puta!". Lo hicieron. Se mudaron a otro pueblo cercano. Pero dos meses más tarde, de madrugada, tras echar la puerta abajo, los mismos hombres les dijeron que tampoco allí podían estar. Nunca denunciaro­n. Dicen que no podían hacerlo, que tienen hijos pequeños y eso habría sido peor. Escucharon en las noticias que en EE. UU. daban asilo y decidieron irse. Ellas solas. Sus padres se quedaron. Les dijeron que ellos ya eran mayores, que ya habían vivido, que esa gente no podría hacerles nada. Hoy, como Zulia y sus hijos, esperan en Tijuana el turno en la frontera para poder pedir formalment­e refugio en EE. UU. Pero las estadístic­as les dibujan un futuro sombrío. Si en 2014 fueron 2.000 las personas de México, Honduras, Guatemala y El Salvador que pidieron asilo por la violencia, en 2017 la cifra llegaba a 14.000. De ellas, EE. UU. rechaza nueve de cada diez que provienen de México y más de ocho de cada diez de los otros países.

NUNCA A LA POLICÍA

La mayoría de las personas que huyen no tratan siquiera de buscar ayuda en sus estados. No confían en que las autoridade­s puedan hacer nada. Y, sobre todo, desconfían de la policía. Así lo explica Candelaria Quintero, de 47 años, nacida en Apatzingán, Michoacán, un violento estado donde se repiten historias como la suya. Madre de cinco hijos, tres de ellos siguen viviendo allí, otro cruzó al norte y vive en Fresno, donde ella sueña ahora con poder llegar, y Pedro, el pequeño, de siete años, viaja con ella. Candelaria dejó su casa de la noche a la mañana. Ni siquiera se lo dijo a su pareja. Simplement­e hizo la maleta y se fue. A finales del año pasado mataron a su hermano. Dice que no estaba metido en ningún negocio, que sembraba hortalizas. Una noche se lo llevaron de su casa y lo liquidaron. Como también hicieron en otra vivienda con la mujer que había sido su esposa. Candelaria dice que ella todavía confía en los soldados, cuya presencia patrulland­o es habitual en muchas ciudades del país y sobre todo en las carreteras. Pero que no se fía de la policía. A la michoacana incluso le tienen miedo, porque en vez de "sentir que nos ayudan, sabemos que son los que se levantan [matan] a la gente". Sofía, con quien comparte refugio, compatriot­a suya de Michoacán, no sólo desconfía de quien supuestame­nte debe protegerla, sino de todo el mundo. Tiembla y llora. Tarda minutos en serenarse y empezar a hablar. Insiste que no se publique su nombre. Como nos confiesa, "a todo el mundo le tengo miedo". Alma cuenta que su pueblo, cuyo nombre suplica también que no aparezca, es un sitio pequeño, apenas un kilómetro de casas a ambos lados de una carretera, y que en ambas direccione­s de la misma hay otros dos pueblos más grandes, a media hora de coche, cada uno controlado por un grupo diferente y cada uno igual de peligroso. El año pasado mataron a dos primos hermanos suyos y esta primavera desapareci­ó Jorge, su pareja. Trabajaba en una finca de un hombre que, según relata, se había marchado de allí porque no quería pagar el impuesto que esas bandas imponen a quienes tienen dinero o tierras. Antes de que desapareci­era una banda de encapuchad­os armados habían entrado en su casa y les habían dicho que se tenían que marchar. Pero no lo hicieron. Ahora, ella sola, sin saber nada de él desde hace meses, finalmente lo ha hecho. No quería, pero cuenta que la convenció una amiga que vive en California. "Ojalá pudieran vivir allí uno o dos meses para ver realmente lo que es", nos dice, todavía tiritando de miedo. "La policía no hace nada. No hay leyes. No hay gobierno. No importa nada". Michoacán, en la costa pacífica, es una de las zonas cero del narco. A sus puertos llegan desde la cocaína colombiana que irá al norte hasta los productos químicos que se utilizan para fabricar drogas sintéticas. En sus campos, donde antaño se cultivó el algodón o los cítricos, la crisis impulsó a los agricultor­es a sembrar marihuana. Hoy se disputan su control cárteles como Familia Michoacana, Zetas o Nueva Generación. Y allí fue donde inició en 2006 el entonces presidente Felipe Calderón, con el despliegue de 5.000 militares, la guerra al narcotráfi­co. Más de una década después, todo continúa igual. O peor.

De allí es también Alma Claro, de 23 años, que viaja con su hijo Alexis, de cinco. A su hermano lo arrolló una camioneta en febrero. Los del cártel querían que trabajara para ellos, pero siempre se negó. En mayo vio cómo en su barrio, desde una camioneta, unos hombres arrojaban un cuerpo a la calle. Sus rostros iban tapados, pero ellos sí la vieron a ella. Aquella misma camioneta rondó por las calles varios días, hasta que una noche dos hombres entraron en su casa. Si no quería morir, le dijeron mientras la apuntaban, tenía 24 horas para dejar la ciudad. Alma acudió a sus hermanos y a su madre para que la ayudaran. Pero no lo hicieron. No querían que también les sucediera algo malo, le dijeron. Desesperad­a, sola, abatida, telefoneó a su exsuegra a California. Ella le envió dinero inmediatam­ente para que huyera. Esa misma noche agarró una bolsa, metió dos cambios de ropa suyos, dos de su hijo y se fue. La noche del 29 de mayo habían entrado aquellos hombres en su salón. El día 31 estaba en Tijuana, en la frontera con EE. UU., frente a la línea que separa para ella la pesadilla de la esperanza, suplicando que la dejaran cruzar, que la dejen vivir.

ACAPULCO ERA «UN PUERTO MUY BELLO» . HOY, «ES IRAK»

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 ?? SOFÍA ?? SOFÍA, de 35 años, en la sala de estar del refugio tijuanense. Huye de la violencia que carcome el estado de Michoacán.
SOFÍA SOFÍA, de 35 años, en la sala de estar del refugio tijuanense. Huye de la violencia que carcome el estado de Michoacán.
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LUZ LUZ cuida de su sobrino pequeño en el patio de la casa de acogida mientras su hermana hace la colada.
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ALMA CLARO, de 23 años, en una de las instalacio­nes de la Casa Madre Assunta. Alma era trabajador­a en el campo y llega huyendo de Zamora, en el estado de Michoacán. Tiene un hijo de 5 años.

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