La (otra) Isla bonita
EN UN LOMO DEL OCÉANO ATLÁNTICO, A LA ALTURA DE CASABLANCA, LA VEGETACIÓN ENGULLE AL ARCHIPIÉLAGO PORTUGUÉS. AQUÍ, EL VISITANTE SOLO TIENE UN OBJETIVO: QUE EL RITMO DEL CONTINENTE NO LO ENGULLA A ÉL.
Madeira despliega sus encantos portugueses.
En Câmara de Lobos los perros aún caminan solos por la calle. Cerca de la bahía, bajo la silla de un bar, un par de kilómetros más abajo de donde Winston Churchill pintara el horizonte del Atlántico durante unas vacaciones, un perro se ha echado a descansar. Jadea con fuerza. Es una hembra de labrador. Es tan redonda, casi esferoidal en cada una de sus partes, que parece preñada. Solo está gorda. En su barriga hay lo mismo que en sus patas: grasa. Tras la barra, un chico con cara de aburrimiento corta por la mitad limones y naranjas. Exprime su jugo y, con un hisopo de madera casi del tamaño de un antebrazo adulto, le añade un hilo de miel. Media docena de personas le observan mientras comen distraídos frutos secos. El hombre agarra una botella de aguardiente de caña local, cachaça, y vierte un chorro, ¿lo hace a ojo?, en la jarra de plástico donde elabora el mejunje. Lo agita y lo sirve. Tres cuartos en cada vaso de tubo. La poncha está lista. Sin hielo. En las islas de Madeira dicen que con la quinta ronda el viajero ya habla portugués. Tres copas antes, se burla la leyenda, lo debería haber comenzado a comprender. Un prodigio sería que, sin cubitos en el preparado, llegara a falar. La poncha tibia sabe a trago de zumo de naranja envasado después de haberse lavado los dientes con dentífrico de menta. La confianza en una misma ha de ser de hormigón para enfrentarse a la mirada de decepción, bordeante en el dolor, del camarero tras pedir, se faz favor, unos cubitos de hielo. En ese caso, sí. Al frío del capricho continental, el cóctel se aligera en la boca y de la poncha de los bares de Madeira salen intérpretes de portugués listos para ejercer su primer trabajo en las reuniones más secretas de la Organización de Naciones Unidas. La torre de Babel era cuestión de temperatura.
QUÉ QUIERES SER DE MAYOR
Los idiomas que con mayor frecuencia se cruzan en las playas, senderos y bares madeirenses son el inglés y el alemán. De allí, como a las costas de la Península Ibérica, llegan sajones jóvenes y ancianos. Los primeros buscan perderse. Por las rutas de trekking que suben las laderas de colinas y montañas los acentos son los de un aeropuerto europeo internacional. Las levadas, canales que conducen el agua dulce del norte al sur, les guían. A sus costados, casi 1.400 kilómetros de explanada permiten que los senderistas paseen bajo eucaliptos y helechos. Pero los árboles de hoja alargada no deberían estar aquí. El bosque de laurisilva madeirense, tupido, cálido y nuboso, tiene okupas. Entre plataneros y bambú, el eucalipto se ha integrado en el paisaje. Ha invadido un territorio ajeno, uno declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco hace ya veinte años. En Madeira, los ancianos del continente buscan aislarse. La época del año les es indiferente. La temperatura no suele sobrepasar los 26 grados centígrados en el archipiélago. Cualquier quincena es buena. El pez espada con plátano y el bolo de caco, un pan de trigo que se toma untado en mantequilla y perejil, les estará esperando. Las espetadas las estarán esperando ellos. Su consumo, a menos que el comensal sea un tozudo amante del cine de terror, no cuente con acceso a una red wifi y opte por saciar su antojo de adrenalina a través de la exploración del género de la pesadilla nocturna, se recomienda al mediodía. Ensartada en ramas de laurel, la carne de ternera cuelga en el centro de las mesas de familias y grupos de amigos. En las celebraciones domésticas, las de do
CASI 1.400 KILÓMETROS DE EXPLANADA PERMITEN A LOS SENDERISTAS PASEAR BAJO EUCALIPTOS Y HELECHOS
mingo y las buenas notas al final del curso escolar, el entrecot sale de la cocina en forma de brocheta.
Madeira, al noroeste de las Canarias, no es una isla sola. A la altura de Casablanca, en mitad del océano, la puntilla portuguesa, la "perla del Atlántico", se divide en cuatro. Solo dos, la que repite el nombre del archipiélago y Porto Santo, son habitables. Para alcanzar la segunda, la que, a diferencia de Madeira, hospeda playas de arena tostada, donde el acceso al mar no implica saltar desde un acantilado, un barco se toma dos horas. Un avión, quince minutos. Poner en marcha la melanina junto a la brisa marina no es el objetivo habitual del turista.
DE LUZ Y DE COLOR
El turista medio tampoco busca explorar las nuevas corrientes del arte europeo en pequeñas galerías de paredes blancas con grafitis ni aspira a volver a casa con metros de seda natural doblados en la maleta, listos ya para resolver la próxima temporada de bodas. A esta región autónoma de Portugal se viene a jugar a la jubilación. Uno que no ve obras ni cuchichea en el zaguán. Uno que en Funchal, capital del archipiélago, se surte de pasteles de nata en A Confeitaria y, tras visitar el Museo Quinta das Cruzes, residencia de capitanes madeirenses con influencias británicas, pasea por la Zona Vieja.
En el Mercado dos Lavradores, en el casco histórico de la ciudad, Marisol habría encontrado una imagen alternativa y precisa para tener en mente mientras cantaba sobre su Tómbola. Los puestos de flores flanquean la entrada. Los claveles y las margaritas se pierden entre los cubos. Aquí la humedad hincha los agapantos, las flores del paraíso, los tritomas, las orquídeas y los cardos azules. Algunas del color del melocotón ocupan, en sus coronas, toda la palma de una mano. Otras ocupan el espacio de un melón cantalupo. A mediados de abril, las flores salen a la calle. En la fiesta de la Flor, el interior de Funchal deja que la naturaleza, cultivada, retome el asfalto. El primer domingo de las fiestas, las flores pasean. En el Gran
Cortejo de la Flor, la música saca los trajes regionales a la calle y las carrozas florales, desde 1979, desfilan. En la Praça do Povo, las flores compiten. En competición, alfombran por colores el bulevar. En el interior del mercado, de paredes blancas y azulejos azules, la fruta, sobre bandejas de mimbre, tiene, casi por sorpresa, tamaño de fruta. Es el color el que la rescata de lo ordinario. Las manos de plátanos, apretados, amarillos y verdes, cuelgan del techo y las variedades del maracuyá, rojas, moradas y naranjas, se amontonan en círculos concéntrico. Una pieza partida las encumbra. La cucharilla de plástico ya está en su interior. Los tenderos se encargan de depositar en el revés de la mano de turistas y locales una muestra de la fruta.
EL SUEÑO PORTUGUÉS
El interior de la mano de los visitantes ya copaba suficiente protagonismo. A diez minutos en coche de Funchal, los hierros y los puts se estiran a 500 metros sobre el océano Atlántico. Los dieciocho hoyos de Palheiro reciben hándicaps monovocálicos y ofrecen clases para principiantes. El que ha comenzado el día con un palo de golf entre los dedos lo acaba con una copa de cuello largo. Arriba, en los hombros de la capital, o tras los adoquines que dibujan mosaicos en el suelo, en su corazón histórico. En su alma. O en su estómago. Las dos partes se trataban antes en el número 28 de la avenida Arraiga. Las bodegas Blandy's eran un monasterio. Ahora las barricas han endulzado el olor de la madera.
Las dos actividades, mano matinal y mano vespertina, llevan el mismo sello. La familia Blandy dirige el campo de golf y gran parte de la producción del vino madeirense. En la dirección de Casa Velha do Palheiro, antigua residencia del conde de Carvahal y único hotel perteneciente a la alianza Relais & Châteaux de las islas, también aparece su nombre. En 1808, John Blandy abandonó Inglaterra. Padecía de su salud y en el archipiélago luso, le aseguraron, sus achaques remitirían. Cuando arribó a Funchal, empezó a trabajar como contable. Mejor que comenzar en un garaje. Aquí hay flores.