Nos asomamos a Malta, un balcón con vistas al Mediterráneo.
DESDE SUS MILES DE BALCONES DIECIOCHESCOS, LA ISLA DE MALTA, LA PRINCIPAL DEL ARCHIPIÉLAGO Y PAÍS HOMÓNIMOS, OFRECE UNAS VISTAS PRIVILEGIADAS DE LA MIXTURA CULTURAL MEDITERRÁNEA. por Clara Auñón
Amanece en algún punto entre Sicilia y África. La primera luz del día se cuela por las contraventanas de un balcón de madera del siglo XVIII que cuelga de una fachada de piedra caliza. La iluminación penetra en una estancia de techos altos y suelos de mosaico acompañada por el olor denso y suave de la mantequilla. Es el aroma de los pastizzi, sobres de hojaldre rellenos de queso ricotta que, recién salidos del horno, aguardan en panaderías y cafeterías a que los malteses los consuman antes de empezar su jornada. El tono del despertador es una conversación en el idioma autóctono, que combina la sonoridad sensual del italiano, la fuerza del griego y la cadencia melódica del árabe. Esta es la algarabía sensorial con la que despierta, cada día, la isla de Malta, la más grande del país homónimo. Un pedacito de tierra de 316 kilómetros cuadrados que custodia milenios de cultura mediterránea. Consolidada como destino de fiesta para universitarios británicos y hogar de inmersión lingüística inglesa para el resto de juventudes europeas, la fama fiestera de Malta la suele alejar del horizonte de quienes viajan en busca de historia y antropología. Más allá de esa máscara impostada de sol, playa y farra, la isla ofrece una panorámica única de las culturas que han transitado durante 7.000 años las aguas que la rodean. Sus escarpados acantilados y sus ciudades beige conservan huellas de fenicios, cartagineses, romanos, bizantinos, árabes, normandos, franceses e ingleses. Asomarse a los balcones de madera de herencia otomana que cuajan sus calles es hacerlo al modo de vida de algunas de las civilizaciones más importantes de occidente.
LA PRIMERA PIEDRA
La impronta de sus antiguos habitantes se aprecia especialmente en la gastronomía y la arquitectura locales. La Valletta, capital de la república, ha visto crecer sobre sus cimientos movimientos como el Barroco, el Renacimiento o el Neoclasicismo. Si no fuera por las tiendas de lujo que salpican su calle principal, la estética contemporánea se limitaría al Parlamento, un impresionante edificio de líneas modernas renovado en 2008 que da la bienvenida al visitante nada más cruzar la muralla de la ciudad. Como si de un lazo se tratara, la fortaleza, del siglo XVI, abraza y ata cada metro de la capital más pequeña de la Unión Europea, cuya extensión no llega al kilómetro cuadrado. Proyectada por el arquitecto Francesco Laparelli, discípulo de Miguel Ángel, sus calles son una cuadrícula perfecta que solo se ve puntualmente interrumpida por plazas, iglesias y palacetes.
La obra de Laparelli se aprecia mejor a vista de pájaro o, en su defecto, de jardinero de Upper Barrakka Gardens: un espacio construido en 1661 como paraíso particular de los caballeros de la Orden de Malta que es, además, el punto más alto de la ciudad. De acceso libre y gratuito, cuenta con bancos que combaten el calor húmedo de la isla con la sombra de árboles centenarios, y una generosa terraza desde la que se divisan las sinuosas callejuelas de La Valletta. Cada día, a mediodía, la paz de este Edén urbano salta por los aires con motivo del ritual Saluting Battery, en el que dos cañones del 1566 se disparan para marcar el comienzo de la tarde. Cuando cesa el ruido, los visitantes despiertan del hechizo de la pólvora y reanudan su marcha latitudinal. En apenas 25 segundos, un ascensor acristalado les devuelve al nivel del mar, donde un ferry y varias dghajsas ( góndolas maltesas) les aguardan como los pececillos a las migajas de pan. Aquí nadie se come a nadie, claro. Los marineros se limitan a cruzar la Gran Bahía bidireccionalmente entre La Valletta y Cottonera, The
Three Cities en inglés (idioma cooficial del país, que se independizó de Reino Unido en 1964). El trío urbanístico, compuesto por las colindantes Senglea, Bormla y Birgu, es un paseo idóneo para quienes aprecian el encanto de localidades costeras como Peñíscola o Rodas. El reto es no pararse en cada esquina a fotografiar las vistas de la capital desde la orilla vecina.
A las 16:00, un segundo cañonazo avisa del inminente atardecer. En el último trimestre del año, el sol se despide, como mucho, dos horas después de la alarma, aunque el vaivén callejero no termina. Después de la cena, nunca falta el botellín de Cisk –la cerveza autóctona– y una sesión de música en directo. Y, si vuelve el hambre, se apacigua con una porción de ftira: masa de harina, a medio camino entre la pizza y la coca valenciana, horneada con un especiado velo de ingredientes que van desde berenjena y tomates secos hasta queso y salchichas maltesas, distinguibles de cualquier otra subespecie por su característico sabor a comino.
DIRECTO AL CORAZÓN
La costa oriental hace las veces de embudo turístico. Quienes busquen sol, playa y terracitas de aperitivo, aquí. Los exploradores costumbristas pongan rumbo al centro y al sur. Concretamente, a Marsaxlokk, que el último día de cada semana acoge un mercado de pescadores. A lo largo de la mañana, el mercadillo diario se amplía con pescaderías efímeras y callejeras que ponen a disposición del visitante la captura fresca del día. La combinación deja una estampa de lo más auténtica y supone una oportunidad comercial única. Dónde, si no aquí, podría uno hacerse con una imitación de un bolso de moda, gambas gigantes, calamares y lampuki ( llampuga), la estrella culinaria del país. El mercado, repartido a lo largo del puerto, queda flanqueado desde el mar por una flota de diminutos y coloridos barcos de madera y, desde tierra, por un ejército igual de extenso de restaurantes especializados en preparar pescado fresco a las mil y una maneras mediterráneas. Una tropa de gatos se relame de los bigotes restos de pescado en un intento por distraer a los invasores. Una vez superada la ofensiva, un paseo por la avenida principal ofrece al visitante una idea bastante certera de la comida típica maltesa, muy influenciada por la gastronomía siciliana. La frescura marina de la costa compite en apetencia con la calidez del interior, más rural. En menos de media hora, un autobús conecta la capital con las ciudades de Rabat y Mdina, de fundación evidentemente árabe. Mientras el encanto de Rabat se limita a su parada de autobuses, el de Mdina se extiende a lo largo de su muralla medieval. El acceso a la localidad, fundada por los fenicios sobre el 700 a. C y capital del país hasta el 1570, es un puente de piedra que antaño se elevara sobre el foso. Tras sus paredes, calles tan estrechas que cuesta entender por dónde accede la luz, una catedral del siglo XI, palazzos, un Convento de las Carmelitas y residencias de los allí censados. Unos carteles en las paredes piden a los turistas que moderen el ruido. El segundo nombre de Mdina es La Ciudad del Silencio, y que así sea.
El callejeo siempre desemboca en una plaza pegada a la muralla. Tres escalones acercan la barbilla al borde de las imponentes piedras calizas que la dan forma. Desde esta colina en el corazón del país, la vista cae sobre la isla y las siluetas de sus ciudades. Y, así, Mdina se consagra como el balcón más antiguo de Malta.