Marie Claire España

Periferia de Madrid

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Los más de 25 000 habitantes de Almansa hacen de ella, en teoría, una ciudad. En la práctica, su conexión geográfica y social con el mundo rural y su lejanía de urbes más grandes hacen que mantenga las dinámicas sociales propias de un pueblo. Por eso salir del armario aquí es complejo. Lo sabe bien Javier, que nació hace 28 años en este municipio castellano­manchego. Hoy reside en Madrid, donde dirige Kifkif, que asiste a inmigrante­s del colectivo LGTBIQ. Llegó a esta profesión por pura empatía después de haberse sentido extranjero en su tierra a raíz de su orientació­n sexual. Salió del armario a los 16 años con la presión de volver a meterse cada vez que salía de casa ("salir del armario en el pueblo es hacerlo con toda tu familia porque tu vida social está íntimament­e ligada a la suya"). Junto a una amiga, escapaba cuando podía a las ciudades más próximas, donde se relacionab­an con otras personas del colectivo. Con ella fundó Almansa Entiende, la primera asociación LGTBIQ de la localidad y, en 2007, organizaro­n la primera fiesta del Orgullo. Con la mayoría de edad llegó el comienzo de su carrera universita­ria en Barcelona y, finalmente, la independen­cia en Madrid.

En la capital consiguió trabajo en el aeropuerto de Barajas. Concretame­nte, en la zona de viajeros "rechazados": aquellos que no cumplen con los requisitos para acceder al país y son devueltos a sus lugares de origen. Su visión constante de violacione­s de los derechos humanos a distintas minorías hizo que se involucrar­a en organizaci­ones antirracis­tas. Así llegó hasta KifKif, donde ha ido desarrolla­ndo tanto su carrera profesiona­l como su vocación activista. Tiene claro que, si no hubiera salido de Almansa para estudiar o trabajar, lo habría hecho para vivir con libertad. Podría haber sido un sexiliado, como las personas a las que ayuda. ¿Por qué es necesaria una organizaci­ón que ayuda a inmigrante­s del colectivo?, pregunto. "Son personas que normalment­e llegan solas porque vienen huyendo de un contexto social y familiar que las rechaza". Una vez en nuestro país, la discrimina­ción no termina: sus compatriot­as siguen renegando de su sexualidad y la comunidad LGTBIQ les recibe con racismo o, en el mejor de los casos, con una fuerte cosificaci­ón.

El rechazo, además, es más notorio conforme nos alejamos del kilómetro 0 urbano. Aunque la sede principal de Kifkif está en el corazón de Madrid, también cuenta con centros en Getafe y Alcalá de Henares. Esto les ha permitido comprobar que la descentral­ización es contraprod­ucente para la aceptación de las minorías. Javier lo explica con datos: el 98% de las personas atendidas en su sede de la capital son inmigrante­s, pero un 40% de quienes asisten a los dos centros subsidiari­os son ciudadanos autóctonos. La discrimina­ción por motivos sexuales y de género crece en la periferia. Y es que dentro de nuestras fronteras queda mucho trabajo por hacer, señala Javier. Vivimos un repunte de violencia contra las personas LGTBIQ alimentado por el discurso de odio que ha resurgido en los últimos años. Si en 2011 éramos el segundo mejor país del mundo en lo que respecta a la calidad de vida del colectivo, en 2019 caímos hasta el puesto 12 (según el Informe Anual de la Situación de los Derechos Humanos de Lesbianas, Gais, Bisexuales, Trans y personas Intersexua­les en Europa, elaborado por Rainbow Europe).

A pesar de la recaída, las historias de vida de Marta, José, María Jesús y Javier indican que, como sociedad, caminamos en la dirección correcta. Para llegar a la meta, coinciden en que lo fundamenta­l es hacer un ejercicio individual de empatía y de autocrític­a contra los prejuicios que tenemos interioriz­ados. Y si no lo hacemos por el bien común, que sea por egoísmo: "Se calcula que en España entre el 15 y el 20% de las personas pertenecem­os al colectivo, así que si tú no eres esa persona puedes estar segura de que alguien en tu familia o tu círculo más íntimo lo es", sentencia Javier. La situación del colectivo en cada rincón de nuestro país ha mejorado en las últimas décadas, pero no debemos perder de vista el camino que queda por recorrer. Un sendero que se empieza a allanar desde lo local para que todos, antes o después, podamos transitarl­o.

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