Marie Claire España

QUINCE MINUTOS

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Le L escribía Emilia Pardo-Bazán a Benito Pérez Galdós que q ella era de "tal condición que me adhiero y me incrusto i en el alma de los que me manifiesta­n cariño y el trato va apretando de tal manera los nuditos del querer q que cuando menos lo pienso me encuentro con que q estoy atada y no me puedo soltar". Las pasiones se amarran a al alma a través del tiempo, del contacto, de la l práctica. Se hacen, así, sólidas y se anclan. Toman cuerpo. Se transforma­n en sentimient­o o en hábito. Los nuditos del poder también quieren atar. Quien ostenta influencia sobre otros rebosa el control sobre sí misma, lo propaga y extiende. El poder permite trascender y contagiar, desbordar los límites propios. Cuando las manos son inseguras, los nuditos acaban haciendo punto. Tejen tiranía. Quien intuye la debilidad de su poder, quien sabe que no lidera, sino que manda, acaba con frecuencia convertido en tirano.

Sucede en empresas, en familias, en monumentos nacionales, vestido con el uniforme de un vigilante de s seguridad fastidiado, sucede en colegios.

T Tenía una profesora que se enfadaba sonriendo. E Estiraba los labios y tiraba una tiza. Si a alguien se le v velcraba la vista en la esquina de los armarios, ella, d desde la pizarra, lanzaba sonriendo una tiza a la c cabeza de la alumna distraída.

M Mi colegio estaba en el campo, engarzado en un o olivar. Un día, la clase salió al jardín. Ella se sentó a mi la lado, en el césped. Su pantalón quedó cojo. Se arrugó la tela bajo la rodilla y el dobladillo se atascó sobre el g gemelo. Perdí la clase. Me secuestrar­on sus tobillos. M Mi profesora escondía una barba en las piernas. Tenía la piel forrada de pelos cortos, duros, negros. Solo p podía pensar en el asco.

A Aquella pierna ha sido lo único que he sabido c comprender jamás de ella. Cada vez que activo la d depiladora, la lucecita del aparato la proyecta frente al mármol como un holograma, con su sonrisa de Joaquin Phoenix desquiciad­o. Entiendo, cuando el aparato entra en contacto con la piel, por qué su piel raspaba.

Yo tampoco quiero depilarme. Pero no puedo dejarlo. Prefiero la piel suave y lisa, infantil y tiernecita. Es agradable, complace al tacto. Me resulta atractiva, segura. A ella estoy acostumbra­da. Es la que sé que gusta. Con ella nadie me mirará mal. Tampoco bien. Será la correcta, la buena y normal. Satisfacer nos satisface. La idea que los demás se formen de mí contribuir­á a la que yo también construya de mí misma. La percepción propia se fabrica en espejos enfrentado­s. La piel despejada es la deseable. Ocupada es sucia, síntoma del peor de los pecados sociales: la dejadez, hermana estética de la pereza. Pero esto incumple la recomendac­ión de Zadie Smith a su hija. Excede los quince minutos. Y duele, molesta, escuece. Creo que optaré por el láser.

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