EL DEBATE DEL MES
El consentimiento sexual y la ley: ¿cuál debería ser su peso en los delitos?
Unas gotas de burundanga en la bebida y la muchacha se despierta con la sensación de haber soñado algo sexual. Pero incómodo. Es solo un minuto, menos de un minuto, lo que dura lamentar la última copa. En seguida descubre las rasgaduras en la falda o el pantalón, en las medias, la ropa interior a medio muslo y restos orgánicos entre sus piernas, en los genitales. Para la otra chica no necesitaron la droga. Estaba inconsciente después de una noche de alcohol y juerga larga. A la tercera la amenazaron entre varios hombres, lo último que le pasó por la cabeza fue protestar. Por el asombro. Por el miedo. ¿Cómo hacerlo? Son solo tres de los casos que he vivido junto a víctimas de agresiones sexuales. Ninguna dijo no. Ninguna había cumplido los 25. Ninguna opuso resistencia evidente a la violación. Y, sin embargo, ¿fueron o no violaciones? Por supuesto que sí. Piensa en ti una noche en la que no recuerdes cómo has llegado a casa. Piensa en tu hija. Piensa en la posibilidad, en tal estado, de decir no. De decir sí. De decir algo. En el juicio posterior, en el caso de que llegue, porque cada vez son más las víctimas que se niegan a declarar vistos los resultados, la sentencia puede –y muy a menudo lo hace– dejar libre al violador. Se apoya en el detalle de que la víctima no se negó a mantener relaciones sexuales. De ello deducen que no fue violación, sino, en el mejor de los casos, un abuso. Todas recordamos el caso de La Manada de Sanfermines.
Cada vez que pienso en estos casos, flores de espino que se multiplican cada vez con más rapidez y fuerza en nuestra sociedad, me pregunto: ¿Tanto cuesta preguntar? Por supuesto que no es necesario. Yo vengo de una generación en la que ni siquiera una mirada hacía falta, una generación cuyos abusos sexuales en pisos, discotecas, baños de bar, fiestas de playa, jamás eran denunciados. Silencio de espino entre las piernas. Y, sin embargo, si la pregunta sirve para evitar todo lo anterior, en serio, ¿tanto cuesta? No es necesario un "sí", sino que ella haya manifestado "libremente por actos exteriores, concluyentes e inequívocos conforme a las circunstancias concurrentes, su voluntad expresa de participar en el acto". Puede ser un acercamiento, un beso, una caricia, atraer su cuerpo al tuyo... Puede ser todo menos frivolizar con el espino, trazar un dibujo grotesco del dolor de tantas.
Pero la llamada "ley del solo sí es sí" incluye a niñas y a niños. El avance no tiene fronteras. Abre la posibilidad de un futuro desespinado. También pena el acoso sexual reiterado en cualquier ámbito. Porque puede que no te violen, que no violen a tu hija, pero que acabe recluyéndose en casa, abandonando su vida social y en redes por una persecución que, poco a poco, vemos habitual.
Hasta hace nada, en mi época de chavala, una agresión sexual solo se consideraba violación en el caso de mediar penetración vaginal y eyaculación. Y ahí no entraban los asuntos del "ámbito doméstico", o sea, la familia. Luchamos a mordiscos contra la brutalidad. Arrancamos los espinos de nuestros cuerpos, de los de nuestras hijas. ¿De verdad hay alguien que considere tan tan tan grotesca la aquiescencia?
«LA LEY DEL SOLO SÍ ES SÍ INCLUYE A NIÑAS Y A NIÑOS. ABRE LA POSIBILIDAD DE UN FUTURO SIN ESPINOS »
Si la ley del "solo sí es sí" fuese un edificio, se cimentaría sobre dos pilares con graves fallos estructurales. El primero: se construye en torno a una mentira jurídica. El segundo: se asienta en errores conceptuales. Es como si un arquitecto hubiera emprendido la edificación de un rascacielos prescindiendo de los requerimientos técnicos más básicos para sustituirlos por planteamientos ideológicos. El edificio colapsará antes de terminarse. Algo parecido sucede con esta ley. En nombre de una buena causa, se ha embarcado en una reforma del Código Penal que desprecia técnica legislativa, derechos humanos y libertades fundamentales. Consagra una ideología que concibe a las mujeres como víctimas, como la parte contratante más débil: el feminismo tutelar. Es falso que sea necesario reformar el Código Penal para provocar "un cambio de paradigma que coloque el consentimiento de la mujer en el centro", como aseguró la ministra de Igualdad. El sexo no consentido ya es delito en España. La ley penal castiga las conductas no consentidas por la mujer que atentan contra su libertad sexual. Distingue entre los delitos de agresión sexual y los abusos sexuales: en los primeros se exige el empleo de la violencia o intimidación para vencer la negativa, expresa o tácita, de la víctima.
La ley Montero no solo pretende exigir un consentimiento explícito, en forma de 'sí', sino acabar con la diferenciación entre agresión y abuso. Todas las conductas formarían parte de un tipo único: la agresión sexual. El resultado legislativo es un auténtico guirigay de posibles efectos contraproducentes.
En lo referente al consentimiento, se trata de exigir que se explicite. Ignora así que los humanos trascendemos al idioma y somos capaces de expresarnos mediante actitudes o gestos, especialmente en un ámbito tan íntimo y privado como el del sexo. No existe un modelo o
«EL CONSENTIMIENTO ES, Y DEBE SEGUIR SIENDO, UNA CUESTIÓN DE PRUEBA »
fórmula para consentir o rechazar un acto sexual, hay tantas como hombres y mujeres Cuando una persona denuncia a otra por atentar contra esa libertad, jueces y magistrados deben valorar las pruebas para decidir si hubo o no consentimiento y, caso de no haberlo, considerar otros factores que podrían atenuar o agravar la pena. Se subsumen los hechos. Nuestra ley penal distingue entre agresión y abuso, aunque la calle suela incluir todo dentro del saco de la violación. La distinción no es baladí. Ambos parten de la ausencia de consentimiento, pero la agresión lleva aparejada una mayor pena porque concurre en el autor la violencia o intimidación. Que el castigo de quien amenaza con arma sea mayor que aprovecharse de un estado de embriaguez total de la víctima tiene todo el sentido, aunque ambas sean conductas despreciables. El consentimiento es, y debe seguir siendo, una cuestión de prueba. Eliminar la distinción solo dificultaría la tarea del juzgador, en perjuicio tanto del acusado como de la víctima. La ley pone en jaque el derecho fundamental a la presunción de inocencia. Se pretende que la mera palabra de la víctima sea prueba de cargo para condenar al acusado, sin necesidad de una actividad probatoria adicional. Se invertiría la carga de la prueba. El acusado deja de ser presunto para ser considerado culpable hasta que demuestre lo contrario. Ante la ley, los tribunales y la opinión pública. Por suerte, somos cada vez más las que consideramos que un feminismo que conculca los derechos inherentes a la persona no merece ser respetado ni hacer gala de ese nombre.